Ayer, mientras cenaba con unos buenos amigos,
recordamos que el 10 de mayo, pero de 1995. En una prórroga agónica entre el
Real Zaragoza y el Arsenal en la final de la Recopa de Europa, en el minuto
119, Nayim levantó la vista y, desde más de 40 metros, soltó un disparo que
surcó el aire parisino para colarse por la escuadra inglesa. El “gol de Nayim”
no solo pasó a la historia del fútbol, sino que firmó lo que fue 1995: un año
de sorpresas, tensiones y transiciones. Al hilo de tan egregio acontecimiento
para los que somos de Zaragoza, España vivía una convulsión política y social
que mis amigos y un servidor evocamos con la ayuda de ese otro buen colega con mucha
mejor memoria que nosotros, ya curtidos sesentones, que es Google.
Felipe González aún ocupaba la Moncloa,
encadenando escándalos de corrupción (nos vino entonces a la cabeza otro
insigne zaragozano: el corrupto Luis Roldán) y un desgaste institucional que
pronto daría alas a un Partido Popular en ascenso liderado por José María Aznar.
ETA atentaba contra él mediante un coche-bomba en Madrid del que salió ileso. La
violencia no dio tregua: en febrero, la banda asesinaba al teniente alcalde de
San Sebastián, Gregorio Ordóñez y en agosto se frustró otro atentado contra el
rey Juan Carlos I en Mallorca. La sangre manchaba los titulares, mientras una
sociedad cada vez más cansada de la violencia se debatía entre el miedo y la
esperanza. Jordi Pujol seguía tejiendo su red de poder en Cataluña, Manuel
Fraga gobernaba Galicia con el porte de quien nunca abandonó del todo los
tiempos del régimen, y Javier Solana se preparaba para dar el salto a la OTAN. En
1995, Austria, Suecia y Finlandia se incorporaban a la Unión Europea. Se
gestaba, a fuego lento pero seguro, el proceso hacia la implantación del euro,
que aunque no llegaría a nuestros bolsillos hasta el 2002, ya empezabamos a enterrar
a la peseta. El sueño europeo se vendía con entusiasmo tecnocrático, aunque
pocos intuían los costes sociales y simbólicos de aquella transición monetaria.
España en 1995 era un país en transición perpetua. Entraba con dudas al futuro
digital, mantenía nostálgicos de su pasado dictatorial y se esforzaba por
encajar en una Europa que cada vez imponía más normas. La televisión empezaba a
perfilar una cultura del cotilleo y entretenimiento vacuo con programas como
"Tómbola", mientras el "internet" era esa palabra
misteriosa que empezaba a colarse en los periódicos y las conversaciones.
Mientras tanto, el país bailaba, literalmente, al
son de los noventa. En las emisoras sonaban con insistencia hits como “I´m Scatman”,
la desgarradora "You Are Not Alone" de Michael Jackson o el vibrante
"Boombastic" de Shaggy. También sonaban "Back for Good" de
Take That o el romance "Have You Ever Really Loved a Woman?" de Bryan
Adams, Oasis, Björk, Radiohead Alanis Morissete y la eterna Laura Pausini. Era
una década sin Spotify, pero con la magia de grabar cassettes de la radio con
el dedo listo para detener la cinta antes de que hablara el locutor.
La literatura fue próspera en aquel año: Antonio
Muñoz Molina ganaba el Premio Nacional de Narrativa por El jinete polaco,
una obra que se adentraba en la memoria personal y colectiva de España. Claudio
Rodríguez, con Casi una leyenda, el Nacional de Poesía. Rosa Montero
nos ofrecía una aventura existencial con La hija del caníbal, Premio
Primavera de Novela. Fernando Delgado se llevaba el Planeta con La mirada
del otro, Enrique Vila-Matas nos llevaba Lejos de Veracruz para
alzarse con el Premio Herralde y Elvira Lindo con el Nacional de Literatura
juvenil con “Manolito gafotas”. Era un año fecundo para las letras, aun cuando
el ruido de la actualidad política y social pareciera eclipsarlo.
Hoy, casi treinta años después, la España de 1995
parece una postal vintage: un país que se debatía entre la esperanza y el
desengaño, entre la herida abierta del terrorismo y el espejismo de una
modernidad en la que todo iba a ser mejor. Pero si algo nos enseña aquel gol de
Nayim es que, a veces, los milagros ocurren justo cuando menos se esperan.
Y es que el futuro, como ese balón lanzado desde
medio campo, puede sorprendernos si nos atrevemos a levantar la vista y sabemos
aprovechar esas oportunidades que muchas veces pasan desapercibidas y pateamos la
ocasión con acierto.
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