En Zaragoza
l verano nos había estado acompañando algo más allá de lo acostumbrado. Septiembre iba a agonizar sin ruido y el otoño asomaba poco a poco su rostro macilento por encima de los tejados de la ciudad acompañado de ese Cierzo ocre e impenitente. Las tardes acortaban mucho y la luz vespertina cambiaba de matiz, pasando de la luminosidad intensa de los días de calor a esos tonos rojizos que trataban de ensuciar el cielo con unas nubes aplastadas y deshilachadas por el viento que caracterizan el umbral del invierno. En calles y avenidas apenas se notan esas cosas, pero a las orillas del Ebro y a las afueras, lugares que visitaba a diario como si fuesen mi santuario particular, aquellos efectos constituían una amalgama de sensaciones intensas y agradables que buscaba siempre que me era posible.
No, definitivamente no me gusta el centro. Los lugares bulliciosos me atraen poco, aunque algunas de mis actividades hacen que tenga que moverme por calles pateadas y oscuras más de lo que mi voluntad desearía; la bohemia y el arte de los galeristas gustan de oscuridad y estrecheces.
El bullicio se respiraba por todas partes y transitar entre aceras levantadas, gentes con prisa y bicicletas aceleradas constituía un complicado ejercicio difícil de sobrellevar. La ciudad por aquel entonces estaba patas arriba; rajaban calles y bordillos para el montaje del tranvía que uniría norte y sur de la ciudad pasando por el mismo centro. Algunos ediles se jactaban de que de aquel proyecto dotaría a la urbe de un aire más europeo y cosmopolita. Las vallas de las obras cortaban el paso en cada calle, en cada esquina a cada paso que pretendía dar. La gente caminaba por todas partes. Acá y allá. Gente, más gente. Todos con prisa, todos mostrando en su rostro el gesto adusto de quien persigue una quimera única y particular, cada uno la suya, como quien se ve incapaz de alcanzar aquel sueño que un día se propuso y se esfumó. Cada hombre y cada mujer eran iguales a los otros y todos ellos entre sí, formando una masa pastosa y anodina cuyos destinos, sueños y necesidades me resultaban indiferentes. No significaban nada. Si alguno de ellos hubiese reventado de repente, no me hubiese importado. De haberlo hecho todos a la vez, tampoco.
Sumida en mis absurdos pensamientos, caminando entre la multitud en medio de la tarde, con la vista perdida en el infinito, algo al final de la calle, llamó mi atención. Se trataba de un movimiento, un ademán que creía olvidado y que, sin embargo, había logrado sobrevivir en algún recóndito rincón de mi mente.
De no haber sido por aquel aire particular que al caminar lo hacía diferente a todos, hubiese pasado inadvertido junto a mí como uno más de entre la multitud. Podría distinguirlo de entre un millón. Habían pasado muchos años desde entonces, más de los que hubiese deseado, más de los que hubiese querido recordar, sin embargo estaba completamente segura de que se trataba de él. No cabía la menor duda.
Era él.
Su silueta se recortaba en la penumbra de la tarde diferenciándolo como un fogonazo entre la multitud. Fue como una aparición que sorprende de improviso y cuya contemplación evoca deseos incumplidos de adolescente que tratan de ponerse de acuerdo en segundos sin conseguirlo. Me detuve en seco. Le miré. Conforme se iba acercando, más segura estaba que aquel hombre no era otro sino Álvaro. Ese sutil movimiento de cabeza al caminar acompasado del braceo distraído era inconfundible. Su estampa destacaba en medio de la tarde. De su cuerpo, desgalichado aunque firme, parecían colgar ambas piernas, casi con voluntad propia, ajenas al resto de movimientos y que le transportaban de un sitio a otro sin apenas esfuerzo y, por supuesto, adiviné su espalda, levemente curvada hacia delante como queriéndose anticipar a su avance formando una especie de chepa que connaturalizaba con su esencia distraída y desinteresada.
Vestía traje de color oscuro cargado de una tristeza adquirida sin demasiada dificultad, camisa de mil rayas azul clarita de esas de cuello exiguo y una corbata de un verde chillón que parecía comprada en los chinos a toda prisa por no tener otra que ponerse, zapatos de no menos de doscientos euros y portaba además un liviano maletín de ordenador. Había tantas cosas que le hacían distinto a los demás que era imposible que hubiese pasado por alto su presencia. Poco a poco se fue acercando hacia donde yo estaba guiado por sus pasos distraídos mientras hablaba por teléfono airadamente y trataba de gesticular con hombros y expresión encendida.
El tiempo apenas había marcado huella alguna en él. Su rostro había madurado, eso sí, aunque el paso de los años no había logrado ajar ese brillo jovial que podía recordar: seguía poseyendo ese mismo embrujo del cual creí estar profundamente enamorada. Cuatro canas mal contadas se abrían paso entre su cabello peinado con raya a un lado, que le aportaba un aire clásico e inconsolable y que además, aún lucía esa frescura y rebeldía juvenil de años atrás, Su mirada seguía siendo abstraída y generosa, levemente ocluida por aquellas gafas graduadas de pasta negra, muy parecidas a las de antaño, como si fuese un rasgo más de su fisonomía. Conservaba, sin embargo, ese fulgor y esa serenidad de aquel a quien tomas por capaz de tantas cosas en este mundo y lo tienes como todo objetivo. Y es que cuando tu edad roza los quince y tu torrente sanguíneo contiene más hormonas que serenidad, se buscan ídolos cercanos a quienes seguir y adorar.
—… ¿Álvaro?
De haberle lanzado alguien un ladrillo en mitad del pecho de repente, no se hubiese sorprendido tanto como cuando se volvió hacia la voz que le llamaba. Se detuvo en seco. Nos miramos. Durante unos segundos permanecimos inmóviles sosteniendo nuestras miradas trabajosamente, escrutándonos como si apenas hubiesen transcurrido unos minutos desde la última vez que nos vimos. La multitud, naturalmente, pasaba de largo ajena a nuestro encuentro accidental en mitad de la Calle Alfonso, cerca del Pilar.
—… ¿Malena?... Eres… ¿tu? —preguntó como quien es cazado en un renuncio. Cortó la conversación telefónica de inmediato aplazando fríamente al interlocutor a una posible posterior llamada deslizando de inmediato el aparato en el bolsillo de la americana.
—Sí, soy yo: Malena. —respondí entre la sorpresa y el cariño macerado, abriendo mucho las manos y juntando los pies. Mi corazón se aceleraba—. Veo que todavía te acuerdas.
—¡Cómo… no… me voy a… acordar! —titubeaba aturdido. Parecía del todo insignificante, sin saber qué hacer con el maletín tratando a un tiempo de no soltarlo y de darme la mano o un abrazo o los consabidos dos besos, o todo a la vez. Lo dejó en el suelo, sujetándolo entre los tobillos. Se mostraba muy nervioso; sus manos volaban de lado a lado mesándose el pelo, recolocándose las gafas, la chaqueta, entrando y saliendo de los bolsillos… No había cambiado nada.
Advertí cómo algo oculto y dormido debió de despertase en su interior porque, de repente, esa sonrisa que ya conocía, comenzó a iluminar su rostro haciendo desaparecer de su mirada esa sombra extraña y pesada que recordé como uno más de sus rasgos.
Me acerqué a él y le di un par de besos de saludo. Pude sentir el calor de su piel. Seguía siendo tan alto como lo recordaba, claro. Tuve que estirar mucho el cuello alzando los brazos para rodear su cuello y levantarme sobre las puntas de los pies para lograr tamaña gesta. Vino a mi mente la imagen vaporosa en blanco y negro de aquella actriz americana besada por el galán de la película y que presagia un bonito final. Cuanto hubiesen cambiado las cosas si ese beso me lo hubiese dado él años atrás. Sólo entonces todo hubiese sido posible.
Palpé en el abrazo su espalda, comprobando que la curva de su leve chepa continuaba ahí y que su aroma no había cambiado pese a la colonia que trataba de ahogarlo. Su esencia seguía siendo la misma. Era algo innato en él. El olor siempre persiste en la memoria como el más pesado de los recuerdos, como el más evocador de todos, haciendo despertar en mí aquellas sensaciones de adolescente que creía haber sepultado para siempre merced al tiempo transcurrido.
—Vaya, cuánto tiempo —acerté a decir sin deja le mirar al interior de sus ojos, tratando de averiguar todas las verdades del mundo. Necesitaba saber de él; habían pasado tantas cosas y tan pocas deseadas.
El aturdimiento mutuo de aquel encuentro casual descendía de nivel a medida que transcurrían los segundos y aumentaba mi emoción contenida, mirándonos a través de una sonrisa tal vez confidente que poco a poco fue apareciendo en nuestros labios, logrando de algún modo sintonizar en una onda muy parecida a la que ambos conocimos. No éramos los mismos muchachos de entonces, pero lo que hubo, o la posibilidad de lo que pudo haber sido entre nosotros, fue enterrada casi definitivamente por aquel entonces. Y es que, cuando a una le están creciendo las tetas, el vecino de al lado, unos años mayor, constituye todo un ídolo alcanzable, mucho más que aquellos otros de papel que mis amigas y yo recortábamos del Súper Pop y con los que forrábamos las carpetas del instituto.
—¿Cómo tú por aquí? Cuanto hace… ¿veinte años? Desde tu marcha a Madrid ya no supe de ti. Apenas un par de llamadas, la consabida felicitación de Navidad de tu madre a la mía y poco más —pregunté curiosa y al segundo siguiente sintiéndome arrepentida de mis palabras las cuales sonaron a reproche sin haberlo pretendido. Reconozco que no fue la mejor de las maneras de celebrar un reencuentro.
—A veces las cosas no suceden como uno quiere. La distancia crea barreras —aquello sonaba a disculpa.
Guardamos silencio durante unos segundos que me parecieron siglos. Era exactamente igual a como lo recordaba. Parecíamos dos bobos en medio de la calle, mirándonos, sin decir nada y sin embargo comunicando tanto a través de esa mirada mutua que costaba sostener, pero que al mismo tiempo, tampoco podíamos retirar el uno del otro quizá tratando de averiguar la verdad. Había tantas cosas que decir, tanto de que hablar.
Hacía mil años que no me emocionaba así. Quizá no lo hubiese hecho nunca desde que… bueno, hacía ya tanto tiempo… Cada año que vamos sumando nos va impregnando de una capa nueva de barniz, que nos protege, pero que también nos vuelve más insensibles. Sólo cuando eres muy joven puedes turbarte de un modo como aquel en apenas un minuto. Cómo añoraba aquellos tiempos. Y es que en los mágicos ochenta, cargada de incertidumbres, sueños e ilusiones adolescentes, todo era posible.
—¿Tomamos un café ahí mismo? ¿Tienes tiempo? —disparó de repente.
—Me… encantará —dije lo mas mimosa que pude tratando de recuperar la realidad, de regresar de ese ataque de melancolía y sentimientos casi olvidados que me estaba invadiendo.
La tarde se volvió de repente ventosa y poco apacible. Me gusta el otoño. Tal vez sea porque marca una pausa, el final de lo habido, de todo lo construido en el año, la poda de brotes inútiles que han crecido al calor del verano. Le ofrecí mi brazo que, gustoso y sonriente, tomó. Más de veinte años había tardado en conseguir de él algo así. De tal guisa accedimos al local, como si fuésemos dos enamorados de los de antes.
—No has cambiado nada, Álvaro. Sigues tan… interesante como siempre —quise ser amable hacia él, hubiese deseado decirle otras cosas, pedirle explicaciones y exigirle que se acostase conmigo inmediatamente, como debería haberlo hecho en su momento, pero me contuve—. Tienes un aspecto estupendo. Por ti no pasan los años. Sigues tan distinguido e interesante como te recordaba.
—No lo creas. Vamos teniendo achaques. No hacemos mayores y … —encajaba como podía el piropo.
—¿Cómo tú por aquí? —no pude contener mi curiosidad.
—Tengo entendido que este es un país libre—respondió con socarronería, tal vez defendiéndose—. La gente puede desplazarse donde le plazca. No veo inconveniente en venir a Zaragoza de vez en cuando.
—Tú ya me entiendes. Yo… un té rojo —dije al camarero que nos apuntaba insistente con su sonrisa junto a la mesa que ocupábamos mientras sus ojos se sumergían con descaro en mi escote. Álvaro apenas se había fijado. Seguía siendo el mismo.
—Yo… uno solo. No… no, mejor un Bourbon con hielo —vaciló.
—¿Cómo está tu madre? —traté de recuperar los mandos de la conversación para llevarlo a mi terreno de nuevo. Me moría de ganas de preguntarle tantas cosas…
—Bueno… delicada. Cumpliendo años. Ahora está en una residencia cercana a Madrid. Se hace mayor, su cabeza ya no es la que era, tiene sus propias costumbres. El trabajo me exige mucho. Viajo a menudo, ya sabes… —se justificaba— allí hay profesionales y la cuidan bien.
El camarero dejó las consumiciones sobre la mesa. Álvaro se apresuró a pagar, ordenando con la mirada al muchacho que se alejase y se quedase con el cambio. Creo que entonces fue cuando se dio cuenta de que el chico no perdía de vista mi escote porque también Álvaro me miró descaradamente. Me hice la despistada. A las mujeres nos gustan estas cosas. Notamos cuando levantamos pasiones. Era más o menos lo que estaba deseando. Entonces me alegré de haberme puesto aquel vestido de punto tan escotado. De alguna forma sentía que Álvaro estaba en deuda conmigo. Me debía algo que sin embargo ya no podría concederme.
Permanecimos un segundo callados. O dos. O muchos más. Quietos. Mirando cada uno nuestro vaso mientras yo vertía en su interior el azucarillo. Un leve temblor invadió su mano que hizo tintinear los hielos. Tuve la sensación de que trató de alcanzar la mía, pero se arrepintió en la última décima de segundo. Supongo que traté de calcular el rumbo de la conversación que quedó interrumpida años atrás.
—Cuanto tiempo ha pasado, ¿no?
—Sí. A este paso pronto seremos unos ancianitos venerables —seguía siendo el mismo de siempre.
—¿Te acuerdas cuando jugábamos a las llaves? —traté de llevarlo de nuevo al pasado. A veces cuesta distinguir a un caballero de un tonto—. Tú las escondías y yo las buscaba con el “frío, frío, caliente, caliente” de rigor. Cuando las encontraba me dabas un besito.
—Sí, y te ponías muy pesada —añadió turbado y sonriente—. Siempre que trataba de estudiar y tú, insistías: “vamos a jugar, Álvaro, vamos a jugar”.
—Bueno, no siempre jugábamos a eso, no siempre ha sido tan niña y no siempre deseaba… jugar —me defendí con un ligero tono de reproche, mientras me resignaba a que jamás me hubiese visto con ojos de hombre, sino como la molesta hija de los vecinos de al lado a quien debía de cuidar.
—Las tardes eran largas y a veces costaba entretenerte con algo —aseguraba con cierta ternura y sonrisilla confidente, como quien se dirige a un niño con su discurso.
—Ni yo misma lo sabía; a esa edad todo son dudas y recelos —mentí.
Quise reconducir la conversación preguntándole sobre la razón que le había traído a la ciudad.
—Trabajo, ya sabes —respondió él en un tono algo más relajado sintiéndose más cómodo al manejarse en aquellos términos—. Las cosas están complicadas y ahora hay que vender dónde y cómo sea. Mañana inauguramos un stand en la Feria de Muestras, algo que jamás habíamos hecho anteriormente. Como jefe de producto he de estar presente mientas se instala todo y verificar que el sistema funciona correctamente, hacer demostraciones… La cuestión técnica es responsabilidad mía. Antes apenas salía de la empresa; lo mío es diseñar programas y aplicaciones, probarlos e instalarlos, pero hemos tenido que prescindir de algunos vendedores y ahora me toca viajar y hablar con más gente de la que quisiera. A veces un fallo banal o una falta de previsión en lo más nimio pueden dar al traste con una operación importante o dejarte en mal lugar con algún cliente. Me gusta concluir las instalaciones de los sistemas y verificar su correcto funcionamiento. Recuerdo en cierta ocasión cuando …
Hablar de trabajo le relajaba. Se sentía ennoblecido. Era su terreno. Su postura retraída y defensiva había pasado de repente a una actitud casi arrogante, victoriosa. Gesticulaba mientras sus ojos alcanzaban un brillo retador. Álvaro es de esas personas que les encanta hablar de sí mismos y de lo que les gusta. Deslizó una tarjeta suya sobre la mesa y tal vez la boca se le llenase de agua mientas seguía hablando de sus éxitos profesionales. Me explicaba como en no sé qué importantes empresas manejaban ya una novedosa aplicación informática desarrollada por él, adelantándose a la competencia y ganándose el favor de sus superiores, nombrándole por ello asesor técnico de no sé qué asunto de vital importancia para la nueva patente. Apenas comprendía sus explicaciones. Me estaba aturdiendo y apenas escuchaba lo que me decía. Parecía hablar en un idioma desconocido. Para mí, Álvaro seguía siendo el que yo quería que fuese, aquel con el que me hubiese gustado compartir algo más que juegos infantiles de llaves y acertijos.
—¿Te llegaste a casar con ella? —disparé descolocándolo de repente. No pude contenerme. Me salió así, como un tiro en medio de la noche. Fui idiota. Álvaro me miró aturdido, haciéndole aterrizar del vuelo mágico del que estaba disfrutando. Fui incapaz de imaginar lo que corría por su mente y observé como su mano se retiraba hacia atrás de súbito, sujetando el vaso con ambas.
Cuantas noches lloré en soledad, le dediqué momentos mientras descubría las novedades de mi cuerpo junto a él, sólo con él, cargado siempre en mi pensamiento, imaginando que mis dedos juguetones eran los suyos explorando mis secretos. Pensé en quimeras, y soñé mil veces con conseguir un solo beso suyo, un beso sincero, un beso de los de verdad, de hombre, un abrazo siquiera a través del cual poder descargar el torrente de pasiones que sentía a su lado. Día tras día luchaba por parecerle mayor, porque me viese como una mujer, como lo que me sentía, no como la hija de la vecina y se mostrase menos esquivo evitando cualquier conato de acercamiento.
La naturaleza fue tardana conmigo. Cruel, pensaba yo entonces. Mamá no le daba importancia. Ahora yo, tampoco, pero sí por aquellos años cuando todas tus amigas desde hace tiempo que son visitadas por la señora de rojo cada mes y una no. Te preocupas y le das vueltas al asunto pensando que algo así te convierte en un bicho raro, un ser diametralmente opuesto a cuantos conoces. Crees que el chico más guapo del mundo, que casualmente es tu vecino, no te hace caso porque por alguna extraña razón está al corriente de tal circunstancia y sospechas que no ve en ti nada más que a una niña por mucho que te esfuerces en parecer otra cosa y no consigues de él sino atenciones infantiles y juegos inocentes evitando siempre el más mínimo acercamiento.
Recuerdo que el mismo día en que cumplí los quince, casualidad, la tardana naturaleza me hizo por fin el regalo que tanto estaba esperando; me levanté aquella mañana comprobando que ya era mujer. No perdí tiempo. Me duché con miedo, recordando aquel mito caduco, me cambié de vestido, me puse el sujetador que más pecho me hacía, que era más bien poco, y me pinté la raya del ojo por primera vez. Me pellizqué los mofletes con insistencia para sonrojarlos y me mordí los labios con fuerza para que aparecieran más rojos y más gordos que nunca. Me solté el pelo con cierto aire de violencia y pasé a su casa a pedirle a su madre de parte de la mía una taza de azúcar o sal o… ya no me acuerdo. El mundo se deshizo bajo mis pies cuando la vi a ella. Allí estaba otra vez. Chonita, la llamaba siempre la madre de Álvaro. Aquella tetuda fofa de generoso culo: su prima Asun de Madrid otra vez de visita por Zaragoza.
—Sí —Álvaro pareció agitarse con violencia.
—¿Cómo os va? —seguí haciendo la imbécil poniendo cara de interesada.
No lo pude evitar. Aquellos pensamientos desataban emociones cuyas reacciones estaban provocando en mí un comportamiento temerario. Él conformó un gesto extraño, de dolor, pena o tal vez resignación, como si alguien estuviese metiendo el dedo en una úlcera dolorosa y purulenta que no acaba nunca de cerrar.
—Vaya, cómo estás de interesada en el asunto —apostilló él con voz fría levantando la vista del vaso y mirándome directamente a los ojos. Volví a arrepentirme de haber insistido en meterme en aquel jardín.
—No… Bueno, cuando a una chica le gusta a muerte un chico y de repente desaparece de la mano de su prima para ir a Madrid a hacer la mili, o a estudiar, o a lo que carajo sea, esa chica en la que él no ve sino a una niña, no quiere otra cosa que morir, aunque sólo tenga quince años; sobre todo cuando se marcha sin dejar rastro y sin saber más de él.
Me pasé. No tenía derecho a hacerlo. No pude evitarlo. Soy así. Primaria, directa y así me va. Ambos permanecimos en silencio. Muy callados. Serios. El brillo poderoso de los ojos de Álvaro desapareció de repente y su rostro se compuso de una mueca dolorosa tintada con algunas gotas de melancolía. Un gesto de aflicción, de destierro, se instalaba poco a poco en él, mientras parecía tratar de recordar aquellos momentos, de volver a situarse en ese instante en el que aquella niña trataba en vano ser lo suficientemente mujer para él y que quizá no conseguía recordar.
Álvaro seguía siendo como constaba en mi memoria: ajeno a todo o fingiendo no darse por aludido. La actitud relajada que sostenía mientras hablaba de trabajo, se tornó al fin en una postura tensa, defensiva, retraída y evasiva. Guardó silencio. Éste sonó ensordecedor para mí pese al ruido de fondo que nos acorralaba. Su rostro se tornó lívido de repente, como si la observación que le lancé, hubiese desatado en él una reacción interna cuyos efectos pudiesen ser demoledores.
—Me tengo que marchar —se excusó con torpeza mirándome a los ojos— he de estar mañana muy temprano en la Feria. He de preparar papeles, documentación, verificar el sistema…Ya... sabes cómo son estas cosas.
Quiso disculparse mientras se levantaba de la mesa y se ponía el abrigo verde de paño que había colgado en el respaldo de la silla y eludió como pudo mi mirada. Estaba claro que no sentía lo que decía. De alguna manera advertí que no quería que saliésemos juntos del local, de modo que no me moví de mi asiento.
—Muy bien Álvaro, espero que nos volvamos a ver —musité con pena encajando una vez más la derrota.
Contemplé con pena cómo se alejaba de mí en dirección a la puerta de salida fingiendo una sonrisa. Quise que aquella imagen permaneciese en el recuerdo como la última de él. La cabeza sentía el presente, pero el corazón se negaba a admitir lo que estaba sucediendo, como si fuese una extraña prolongación del pasado sin haber transcurrido tiempo desde entonces.
Sentí unas ganas terribles de salir corriendo tras él y de confersarle tantas cosas; cuánto le había querido, cuánto había llorado por él en soledad, la sorda melancolía en la que caí tras su marcha, los planes de futuro que en mi mente de adolescente se tejieron y que se arruinaron en un instante. A esa edad el mundo y sus habitantes están llenos de un embrujo encantador, todo cuanto te rodea está presente para una misma y crees que tan solo has de llegar y tomarlo porque te pertenece de algún modo. Te sientes dueña de tu propio paraíso y señora de todo y de todos, y crees que los demás están ahí para satisfacer sin remisión tus caprichos de adolescente. Te sientes poderosa, especial y única y crees que la vida y sus ofertas no son sino prebendas que te pertenecen, abominando de quienes te impiden llevar a cabo tus propósitos.
Qué distintas se ven las cosas con unos años más. Cuántos sueños han ardido por el camino por culpa de esa ilusión que se esfuma sin remisión al sentar los pies en el suelo, haciéndote cada vez un poco más dura, un poco más egoísta. Llega un momento, quizá tarde, en el que ves que nadie te regala nada; has de luchar por cada bocanada de aire que respiras.
Permanecí inmóvil en la mesa mirando en el interior de la taza de té, tratando de atrapar algunos posos con la punta de la cucharilla, enredando el cordel de la bolsita, viendo cómo la luz se filtraba por entre las olas que formaba la superficie de la infusión, escuchando el rumor de la gente que me rodeaba, observando las botellas de la estantería de detrás de la barra. Todos los pormenores se acumulaban en mi mente sin rencor. Aquella suerte de detalles, de actos minúsculos, movimientos, sonidos, sensaciones blandas, me sumieron en una especie de letargo que hizo que me embebiera en el tiempo pugnando entre el recuerdo y la realidad, sin saber muy bien en qué lugar me hallaba y consideré la seria posibilidad de que un hado burlesco me hubiese puesto de nuevo a Álvaro en mi camino. No todos los días se encuentra una a su primer amor platónico de adolescente, aquel junto a quien en tu mente urdiste tantos y tantos planes y se sale indemne.
Aterricé de aquel sueño mágico en el que de una forma tan gratuita como desapareció, él regresó por un instante para volverse a esfumar, sumando a la emoción un confuso malestar de conciencia y un movimiento nostálgico difícil de calificar y en cuyo seno luchan el presente y el pasado.
Pedí otro té y el camarero volvió a perder su vista en mi escote, sonriente. A punto estuve de decirle que se acostase conmigo. Seguro que hubiese dicho que sí, y no es que no me apeteciera, era joven y guapo, pero me mordí la lengua. Antes debería haberlo hecho (morderme la lengua, digo) e ir poco a poco. De ese modo tal vez Álvaro continuaría sentado a mi lado. Cuánto se sufre en el amor. Es mejor no enamorarse. Bastantes sinsabores gratuitos arroja la vida a diario sobre nuestras cabezas como para pretender que otra persona sea parte de uno mismo por nada y comparta nuestra suerte también por nada. No es lógico. No es cabal. Ni racional. Por eso el amor es así.
El camarero dejó el té sobre la mesa al tiempo que volvía a depositar su mirada en el interior de mi escote con descaro. A la mierda. Ya está. Decidida a todo, y a punto de decirle a aquel muchacho que si quería echar un polvo, fue Álvaro quien lo impidió. Todavía lo creo. Al depositar la taza sobre la mesa, advertí un detalle que había pasado por alto debido a mi mente embriagada por la nostalgia: la flamante llave de un bemeuve aparecía brillante y retadora prendida a un llavero que parecía ser de oro y en cuyo anverso figuraban la iniciales A. C. A.
El juego de las llaves había comenzado de nuevo.
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