MIS RELATOS




Poco a poco iré subiendo mas relatos y cuentos de varias épocas que podrían conformar un libro. Son de temática variada y de dimensiones diversas.




LA VISITA DE ESTEFANÍA

I Premio certamen literario Nájera 2023 

 


Llegó el día que la mayoría estaban esperando. Es el acontecimiento del mes. No, no se trataba de ninguna fiesta patronal, ni religiosa, ni de nada parecido. Era mucho mejor: era el día de la visita; la visita de Estefanía.

Nada tiene que ver lo que es ahora certamen el pueblo a lo que fue, piensa Cipriano. Cuando él era chico había de todo: ayuntamiento, tienda, horno, bar, cura, escuela con maestro, autobús a la capital y hasta médico. Incluso un prestamista forastero llegó a afincarse aquí para financiar a buen interés las siembras de la temporada en toda la comarca. Ahora no hay nada sino casas desvencijadas y viejos derrotados que se sientan en la solana a rememorar otros tiempos.

—Me pregunto qué será de todo esto cuando nosotros no estemos.

—Pues nada, Cipriano, ¿Qué va a ser? Nada. Esto se acaba aquí con nosotros. Todos se marchan. De un modo u otro. Ya no hay remedio.

—Ya, pero los hijos de algunos arreglan casas para pasar aquí el verano

—Nada. Un pueblo fantasma. Eso es lo que es. Te lo digo yo, Cipriano —contesta el Matías con tristeza—. Cuando nos muramos esto se acabará para siempre, incluso el cura solo aparece por aquí para enterrarnos. Esos politicuchos de la Diputación solo se acuerdan de mandar al banquero ese para traernos sus recibos y a la joven mediquilla cuando les parece para saber si seguimos vivos.

—Pues a mí me gusta esa chica —una especie de ilusión ilumina ojos cansados de Cipriano—. Nos trata con cariño y se preocupa por nosotros.

—Quita, quita. Es todo teatro. ¿No ves lo que les importamos a todos? Nada absolutamente nada. Me gustaría saber qué haría esa chiquilla cuando nos pongamos malos de verdad… ¡Eh! Un momento… ¿No te estarás poniendo… farruco? ¿A tus años? ¡Qué granuja!

El Matías no puede disimular una sonora carcajada. Cipriano piensa en ella. Estefanía, se llama. Bonito nombre. Es de lo poco bueno que sucede por aquí. Cuando trasladaron el consultorio al otro pueblo (a casi media hora en coche, quien lo tenga), los viejos perdieron toda esperanza. Sin embargo, de cara a las elecciones, se había establecido un turno de consultas en las pequeñas localidades de la comarca a cargo de una joven doctora que se ofrecía a visitar a los escasos habitantes de esos pueblos moribundos. En Montelcuervo sobrevivían poco más de una docena de mayores de setenta y otros cuatro o cinco solteros que aguantaron como pudieron el éxodo.

Desde la solana de la plaza, frente a lo que fue ayuntamiento se puede ver la bacheada carretera que llega hasta el pueblo. Hace buena mañana y se está bien al sol. Llegan el Paco y la Isabel, muy abrigados, cogidos de la mano arrastrando los pies y la esperanza.

—Buenos días —saluda la Isabel—. ¿Todavía no ha llegado?

—Pues no —se apresura a contestar secamente el Matías mirando trabajosamente su reloj—. Cualquier día se olvidan de nosotros y tienen que recoger nuestros cadáveres de aquí.

—Mira que eres “exagerao” —contesta el Paco con displicencia—. Cada día tienes más mala hostia. Ya vendrá, joder. Eres un cagaprisas. Más quisieras tú que tener algo que hacer sino esperar a que venga la muchacha.

Poco a poco van acudiendo los viejos de Montelcuervo. Se cuentan sus males. Se pisan las palabras. Hablan todos a la vez y no escuchan. La dolencia de cada uno es infinitamente superior a la del vecino y el tratamiento más molesto y perturbador.

Por fin, una nube de polvo se vislumbra a lo lejos, en la carretera. Muy pocos vehículos llegan hasta aquí, salvo el “banquero de la Diputación” o la furgoneta del colmado ambulante de los sábados. Y si viene el cura de Castromoros en su Citroën, mal asunto; lo hace para oficiar en el cementerio con la amenazante idea de quién será el siguiente.

El Ibiza rojo aparca bajo a la sombra del árbol que hay en la plaza. También es el único coche que hay en el pueblo y la única persona que baja de los cincuentaicinco. Como una manada de zombis, los viejos se acercan con lentitud en torno al coche.

—Buenos días, mis chicos —saluda cariñosamente Estefanía abriendo el portón del maletero para tomar todo lo necesario y pasar consulta. Los más ágiles y dispuestos, como siempre, ayudan a cargar con el instrumental, el portátil y toda suerte de trastos.

Cuando había alguacil, éste se encargaba custodiar las llaves. Ahora es el Matías, quien en otro tiempo fue concejal, el que ha asumido tan insigne tarea. Con la ceremonia que le caracteriza, introduce con mano temblorosa la llave en la cerradura. El “ayuntamiento” consta de un gran salón con dos puertas que conducen a lo que fueron despachos. Nada más. La doctora monta la improvisada consulta en el que dice ALCALDÍA, mientras los viejos, siguiendo el sabido protocolo, quedan en el salón. Como autómatas toman asiento a esperar su turno en esas sillas de plástico (gentileza de una conocida marca de cerveza) olvidadas, ya que algún que otro verano, para fiestas, este local municipal se habilitaba como bar.

Para evitar herir susceptibilidades, Estefanía llama a sus pacientes por orden alfabético empezando en cada visita por uno distinto. Así no hay discusión posible. La voz de Estefanía anuncia la afortunada: “Marisa Cebrián”, canta como si fuese una niña de San Ildefonso provocando la risa de todos. Cipriano sabe que va detrás de la Marisa, porque sus apellidos son correlativos, dicen.

La doctora toma de la mano a Marisa y entran al despacho del alcalde. Los ancianos charlan para entretener la espera. Cipriano está nervioso y trata de disimularlo. Al fin la Marisa sale de la consulta con sus cajas de medicamentos y con una sonrisa que antes no tenía. Parece que, incluso, su torso vencido por los años ha recuperado milagrosamente la verticalidad pretérita y que camina más ligera.

—Hola Cipriano. ¿Cómo está mi rey? —Estefanía se levanta sonriente y, rodeando la gastada mesa, se acerca a dar un par de besos al anciano. La juventud, la presencia y el aroma de la joven doctora es medicina para él. Pero, sobre todo, sus palabras. Estefanía sabe cuál es su papel y cómo hacerlo. De forma pretendidamente distraída, en su bata se ha desabrochado para él un botón más de lo necesario. Matías lo advierte y su vista se agudiza por momentos. Ella sonríe para sus adentros y disimula. Qué bien huele esta chica, y que voz tan cariñosa tiene, piensa él que no se cansa de escucharla. Le mide la tensión, la glucosa y le pesa en una báscula portátil sin dejar de hablar al anciano que agradece esa voz dulce, rítmica y armoniosa. Revisa su vista y oído. Ausculta su pecho y espalda acompañando en todo momento palabras cariñosas, cargadas de mimo y ternura, y con esa voz de mujer, amorosa, que todo lo cura. Le pregunta con todo el afecto del que es capaz sobre su dieta, su metabolismo y regularidad y la sonrisa preside constantemente el encuentro. Para relajar la visita, Estefanía se interesa por los detalles del pueblo y de aquellos tiempos de esplendor que tuvo Montelcuervo. Cipriano despliega sus anécdotas, mientras ella escucha con pretendida atención y sonríe acompasando monosílabos invitando al anciano a que se recree en sus explicaciones. Solo ella sabe cuánto bien provoca tal proceder.

—Pues… estás hecho un chaval, Cipriano. Vaya fortaleza la tuya —dice la muchacha al fin colgándose el fonendoscopio al cuello sonriendo y torciendo un poco la cabeza—. Mira, por si acaso, y solo por si acaso, vas a seguir tomando lo mismo que hasta ahora. Así cuando venga la siguiente visita, seguirás igual de pito. ¿vale? No me falles, Cipirano, campeón.

El anciano sale de la improvisada consulta con el ánimo restaurado, que no sus dolencias; pero esas palabras, esa dulzura y esa dedicación, le sanan el alma haciendo un poco más llevadera su maltrecha vida en cada visita. Para Cipriano, el día es una fiesta. Y sí, sin apenas advertirlo, se ha producido el milagro: han desaparecido sus males o, al menos, ya no se acuerda tanto de ellos.

Finaliza la consulta y visitados todos los viejos, el proceso se invierte devolviendo los trastos de la médica al Ibiza rojo y Matías cerrando la puerta del “ayuntamiento” con la liturgia por él mismo establecida. Ninguno se ha marchado aún. Ninguno quiere irse sin la última despedida, sin haber escuchado su dulce voz, al menos, una vez más. Ninguno quiere perderse ese adiós de Estefanía, ya que quizá pueda ser el último, aunque, ninguno, quiere admitirlo.

—Portaos bien, chicos y chicas. Si pudiera me quedaría —dice Estefanía impostando sinceridad y lanzando besos con las manos a todos desde la ventanilla del coche al salir de la plaza a bordo de su Ibiza—. Estoy deseando volver por aquí a veros de nuevo a todos y todas. No me faltéis ninguno. Adiós, guapos. Adiós.

El coro de ancianos, todos juntos y casi a la vez, agitan sus manos para despedirla. Una sonrisa beatífica y un extraño bienestar que todos sienten, pero que ninguno se atreve a manifestar, se han instalado en ellos.

Ella y su voz lo hicieron posible














 ENTRE ACRE Y DULZÓN                                             Luis Martínez Pastor 


 Relato seleccionado para el libro "Palabras contadas" (Ed. La fragua del trovador 2013)


Se abrió la puerta del ascensor y sentí un extraño escalofrío. Mi hermana Marisa, había insistido en que me pusiera corbata. La odiaba. A la corbata, digo, no a ella; jamás he soportado esa tirantez constante en el cuello, pero nunca he sabido decirle que no a nada. Mi amigo Juan aguardaba con su Mercedes frente al portal. Circunspecto, no dijo nada al verme. Tampoco sonrió. Apenas con un gesto nos indicó que subiésemos.

Durante el viaje hasta la iglesia ni Juan ni yo hablamos. Mi hermana parloteaba sin parar de lo guapo que estaba con el traje, de lo mucho que vestía la corbata, de que la pobre mamá estaría feliz si pudiera vernos y, claro, de lo contenta que estaba porque su mejor amiga, Elena, estaba a punto de convertirse en cuñada. Flotaba, sin embargo, por el aire una tirantez parecida a la de mi cuello. Puta corbata. Y yo no podía evocar a Elena, con quien habría de compartir mis días, sino a mamá, que tuvo la fatal idea de morirse un par de meses atrás.
No lo tenía yo muy claro y quizá Juan, tampoco. Nos conocemos hace ya demasiados años. Y el mismo escalofrío que sentí al salir del ascensor recorrió mi espalda cuando me miró a través del retrovisor.
Llegamos al fin. Los invitados aguardaban, fumando algunos, a la puerta de la iglesia. Resplandecían envueltos en caros trajes, incómodas corbatas y apretados vestidos. Marisa era, en cambio, quien más brillaba. Saludaba y besaba a todos, dejándome a mí en un discreto segundo plano. Le tendí el minúsculo bolsito que olvidó sobre el asiento del coche como toda tarea. Mis amigos me sonreían desde la distancia.
Todos desviaron su atención hacia el Audi que aparcaba. Como hormigas rodearon el coche y una Marisa, envuelta en gasas blancas, telas blancas y tules blancos, se dirigió sonriente hacia mí. El escalofrío del ascensor volvió a visitarme. La tirantez de la corbata era espectacular. Con su mano puso una florecilla de su ramo en mi ojal y sonrió.
La gente hablaba, Marisa hablaba, Elena hablaba. Todo el mundo comentaba lo guapos que estábamos y de lo felices que íbamos a ser. Flotaba un… algo indefinible en el aire que soliviantaba mi mente. Todo me parecía una película cuyos protagonistas era actores desconocidos con sentimientos postizos. Una dosis de irrealidad me asaltó sin saber muy bien qué era lo que debía de hacer o decir. Las mujeres me besaban y deseaban felicidad mientras que los hombres me daban la mano entre comentarios ingeniosos.
Ignoro el tiempo que estuve en tal estado. Fue Marisa quien me arrebató del trance cuando sus manos me ajustaron el nudo de la corbata y me tomó del brazo para iniciar el ascenso por las escaleras que conducían a la puerta de la Catedral. Elena caminaba unos metros por delante, del brazo de su padre, derrochado dignidad mientras ascendía con estudiado gesto. Los invitados que todavía se hallaban fuera del templo se apresuraron a entrar.
El fotógrafo no dejaba de disparar.
Marisa me hablaba bajito, sonriendo a todos. Las fauces de la puerta del templo engulleron a Elena y a su padre. A unos pasos, Marisa y yo. En unos minutos, el compromiso iba a aplastarme bajo su peso.
Sosegadamente nos introducimos por un largo pasillo de bancos al final del cual, el altar y el arzobispo aguardaban sonrientes. El interior del templo era más oscuro de lo que podía recordar. Cánticos pretendidamente alegres nos acompañaban. Me costó trabajo reconocer a mis amigos entre los cientos de ojos que, expectantes, nos contemplaban
Sin embargo, ese algo extraño que flotaba en el aire consiguió aclarar de súbito mi mente. Al percibir ese aroma único, entre acre y dulzón desde uno de aquellos bancos, lo comprendí todo. Y es que el puñetazo de nostalgia que su perfume descargó en lo más profundo de mi recuerdo, me devolvió a esos momentos amables que pensé ya irrecuperables.
Nos miramos; no nos quedó otro remedio.
Detuve mis pasos. Solté del brazo a Marisa y contemplé aquellos ojos que tantos recuerdos tiernos concitaban y esa sonrisa dulce, que tan bien conocía y que creía haber relegado, apareció.
Allí estaba Susana, con su aroma inconfundible, y la promesa de su cuerpo. No hizo falta decir nada más.
Ambos lo comprendimos al instante.
La tomé de la mano y, dando media vuelta, nos dirigimos a la carrera hacia el exterior. Cientos de ojos se clavaban incrédulos en nuestras siluetas al recortarse éstas contra la luz de la puerta.
–Llévanos lejos de aquí –le dije a Juan que aguardaba a bordo del Mercedes como si ya supiese lo que iba a suceder.
El coche se llenó al instante de aquel aroma único entre acre y dulzón.

Y entonces, Juan sonrió.





LA LISTA DEL ARMADOR

Antón no es el único que se pregunta cada noche, al salir la lista del armador en la taberna del puerto, por qué le siguen contratando. Algunos le miran mal y protestan airados sin explicarse cómo ellos, más hábiles y fuertes que él, quedan siempre en tierra.

No hay trabajo para los solteros, será.

Maruxa también se ha levantado ya. Mira por la ventana y ve cómo las luces del barco, con su Antón a bordo, buscan la entrada de la ría y el amanecer. Se ducha, se perfuma y sale de casa.

No conviene hacer esperar al armador.
            







COMO HACE MAS DE CUARENTA AÑOS                        Luis Martínez Pastor



Vuelven a brillarte los ojos de esa forma tan especial. No pasa nada, tonta. ¿Lo ves? Ya está. Sé que lo has sentido y que has conectado conmigo.
Es cuanto necesito saber.
Ha pasado ya demasiado tiempo desde aquella vez que te brillaron así. ¿Lo recuerdas? Éramos tan jóvenes y tan inocentes que apenas teníamos consciencia de lo que hacíamos. Cuantos desvelos, insatisfacciones y miedos hemos superado juntos. Cuanto ha cambiado el mundo, y la vida, y nosotros. ¿Te das cuenta? No, no espero que me respondas, ojala pudieses hacerlo; sólo te pido que
me escuches y que recuerdes cómo era la vida entonces. Era más dura que ahora; pero éramos jóvenes y fuimos capaces de levantar sueños desde la nada. La madurez otorga una visión mucho más distante y sosegada de las cosas que vamos descubriendo cada día sin pretender nada más que recibir una caricia o algo de cariño para no caer en ese pozo que amenaza el eterno desaliento ante nosotros.
Y es que siempre me ha llamado poderosamente la atención el extraordinario brillo de tus ojos cuando sientes eso que pretendo. Aquella vez, hace más de cuarenta años, pude descubrirlo bajo aquel olivo pese a tu recatado silencio. Eras toda inocencia y yo, pura torpeza. No sé quien de los dos albergaba más temor: si tú a lo desconocido o yo a herir tu dulce sensibilidad. Desde entonces, superados nuestros primeros miedos, en cada una de las ocasiones en las que hemos compartido este mismo sentimiento, he vuelto a descubrir esa señal de ilusión en tus dulces ojos que ha supuesto siempre el triunfo a todos mis esfuerzos y desvelos. Ese brillo especial supone para mí el más enorme de los placeres, la recompensa más maravillosa a todo lo que hago por ti.

Cada día.
No, mujer, no creas que tus ojos son menos maravillosos que entonces por haber perdido esa mirada atrevida de la que un día me prendí. Tampoco yo soy el mismo. Ahora, tu piel de cristal yace bajo mi piel ajada y los movimientos de mi cuerpo han ido perdiendo aquel vigor. Me cuesta ya un gran esfuerzo conseguir esa armonía elevada y sostener en todo lo alto mi ánimo que amenaza con quebrarse a cada momento sin saber con certeza si mis fervores encendidos son de tu completo agrado. Me gustaría tanto que me lo dijeses.
Sin embargo lo sospecho. Tu silencio cruel comunica tan poco y tanto a la vez que, de no ser por ese brillo poderoso que siempre acaba apareciendo en tu mirada perdida, diría que yazco sobre el cadáver de un recuerdo del que no me quiero soltar. A estas alturas de la vida no concibo los días sin ti. Me he acostumbrado a tu presencia callada como a respirar; a llenar con ese aire necesario todo mi interior sin advertirlo, pero que me llevaría a la muerte de no hacerlo de continuo. Tu figura, caliente e inerte, amanece cada día junto a mí y, aunque el silencio definitivo al que obliga tu enfermedad impide cualquier traza de entendimiento posible, sé que en tu interior sigues descubriendo en mí ese amor que día a día te entrego sin medida.

Por eso, cuando yacemos, sé que es el momento durante el cual tu mente se restablece, y se aclara por un segundo, y grita finalmente de placer en completo silencio porque sólo entonces, consigues ese brillo tan especial en el fondo de tus ojos, como aquella vez, doctor Alzheimer, igual que bajo aquel olivo, igual que hace más de cuarenta años.









EL PRÓXIMO MARTES                                                  Luis Martínez Pastor


1º premio V certamen “Relatos cortos para el 8 de marzo”. Huesca 2013 (Mujer y crisis)





Mis tacones repiquetean en el suelo. El sonido solitario y agudo de mis pasos acompasados puede escucharse amplificado, rebotando por escalones y adoquines presuntamente centenarios, por los recodos angostos de estas callejuelas solitarias que se muestran crudas y apagadas. Ha llovido esta madrugada y esa humedad que todo lo cubre de un desasosiego lloroso, parece luchar contra una claridad que quiere surgir de algún lugar difuso más allá de las ventanas que todavía duermen.


Aún no me he acostado y la madrugada se me mete sin piedad por la raja de la falda. Camino temerosa junto a fachadas brillantes y maquilladas, mientras que otras amenazan con venirse abajo a mi paso sosteniéndose en un equilibrio impreciso que la humedad y el tiempo acabarán por echar abajo. Los bares y las tascas no tardarán en despertar.


Me detengo sólo por un instante y, con el cigarrillo prendido en los labios, miro hacia arriba al exhalar el humo, viendo cómo los aleros de los tejados parecen saludarme desde una altura que parece alcanzable con la mano.


Si; cualquier día lo dejo. Y el tabaco, y el horror pegajoso que me acompaña cada martes de madrugada por las callejuelas de esta parte que ya no me gusta de la ciudad.


Tuerzo las esquinas y siento que me tuerzo yo también un poco más a cada paso en busca de la avenida, de un aire que no me aplaste y de un taxi que me devuelva al calor de los míos.


Como cada martes, me hundo un poco más en la indolencia y en el fondo de esa arcada contenida al tratar de olvidar su aliento obsceno hociqueando mi entrepierna y después mi boca envolviendo lo más deleznable y tumefacto de sí mismo y que sólo él aprecia, antes de yacer bajo su tripa grasienta. Es su norma y es siempre así. Los doscientos euros de los martes lo justifican todo.


Camino despacio, como pidiendo permiso a la madrugada por más calles grises y ensuciadas, entre las que me abro paso bajo esas ventanas altivas cuyas gentes del otro lado me ignoran.

Sí. Pronto lo dejaré. Lo presiento.

Tal vez, el próximo martes, el eco de mis tacones no se escuche ya entre estas callejuelas.

Tal vez el próximo martes, me llamen de la fábrica.






       JOAQUINITO                                                            Luis Martínez Pastor


Al que fuese mi gran amigo de la niñez




            Para tí, mi amigo, a tí que desde siempre habías sido uno de los pocos que, sin saber aún la razón, no me rechazabas como los demás, a tí que escuchabas mis infantiles impertinencias y contabas conmigo para tus proyectos, va dirigido este alegato. Sólo tú siendo mayor que yo, no me echabas en cara mi falta de pericia, ni rehuías mi inerme presencia con evasivas, sino que me acogías a tu lado con la inmensidad de tu interior y me instruiste en tantas cosas... «Ven, voy a mostrarte lo que sé», solías decirme, y de animales era de lo que entendías; como Rodríguez de la Fuente, tu magistral mentor de quien devorabas libro tras libro. Era él tu paradigma de virtudes y sapiencia en aquel entonces y ese algo que os fue común, también os unió para siempre: vuestro amor desinteresado hacia esos seres irracionales que, según tú y según él, a diferencia de los humanos, no son movidos por el frío interés.


            Ahora, después de todo este tiempo, con la mente ya mas fría y asentada por la especial perspectiva que otorga el juicio de los años transcurridos desde entonces, me veo en la necesidad de hacer algo por tí, algo que tal vez fui incapaz de fraguar en aquel momento debido a mi corta edad, pero que puedo recordar con total nitidez y que me marcó como a fuego desde ese instante y ese algo es conservar presente tu recuerdo incólume a través de esta crónica novelada, cuyos protagonistas se reconocerán en ella al leerla pese a haber cambiado sus nombres y algunos escenarios y situaciones. Desde entonces te evoco a menudo y te añoro, y me pregunto a cerca de lo que hubiese sido de tu vida tan tempranamente truncada, y de las otras, y acaso de la mía propia a tu lado cual metódico escudero junto a tí en esas cruzadas en busca de la verdad que ofrece Natura. Hoy nos hubiesen llamado Ecologistas.


             A tí mi amigo, Joaquinito.


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            Aún no habíamos empezado la escuela y nuestro veraneo en el pueblo continuaría, un año mas, hasta la fatídica fecha. Faltaba ya poco para volver a las clases a iniciar otro nuevo curso y apurábamos esos días como si cada uno de ellos fuese el último. Mi hora de salida, por precepto paterno, no era hasta las seis de la tarde —así como la imperante negativa de que mis amigos viniesen a buscarme antes de tal horario—, sin embargo, aquel día finalicé antes de lo previsto las faenas que en el huerto anexo a casa que se me habían encomendado y mi madre, tal vez movida por la compasión, me permitió salir a jugar un rato antes de lo legalmente establecido.


            —No, Joaquinito no está —me indicó la suya desde la ventana cuando pasé por su casa, sita al final de mi misma calle, a buscarlo aquella tarde—. Se ha ido hace mucho rato ya, con la bici, creo.
            El sol caía a plomo. El verano había sido especialmente caluroso y podíamos advertir todavía sus últimos coletazos resistiéndose a morir. Mi desvencijada bicicleta se deslizaba calle abajo a toda velocidad hasta llegar a la plaza del pueblo donde encontré a alguien conocido que tampoco pudo darme razón exacta de su paradero así como del resto de los amigos de la pandilla. Huelga decir que en aquellos tiempos no existía móvil ni apenas televisión y si se quería hacer una llamada a la capital o donse fuese, había que ir a casa de la Mapi quien, mediante extrañas maniobras conectaba la linea con unos cables de cordón en unos agujeros que la centralita poseía en la pared. Era la mayor tecnología que por aquel entonces exisitía en el pueblo.
            —Me ha parecido verle acompañado de Ramón y Vicente —intervino entonces el hermano pequeño de otro alguien conocido, porque en un pueblo menudo cargado de ansiedades y sembrado de pasiones, todo el mundo se conoce y es sabido además de que pie se cojea—. Creo que han dicho que se dirigían a casa de su tía a ver si les dejaba una cuerda para no se que cosa de capturar algún animal.
           Cuando fui a casa de la susodicha, me explicó que sí, efectivamente, habían estado allí, pero que no había consentido en dejarles la cuerda, por el peligro consiguiente de hacerse daño. «Algún día os pasará algo, todo el día por el río y los montes detrás de los bichos —explicaba ella amenazante sacudiendo la mano—. Decían querer bajar a un pozo o algo así a coger un reptil que había quedado atrapado»
            Joaquinito —que no acostumbraba a ir mucho con los de sus años porque comenzaba a interesarles mas el fumar y beber y las chicas que la naturaleza—, guardaba con gran mimo en su casa una increíble variedad de plumas de distintas aves, huevos, nidos, calaveras de animales, culebras y reptiles diversos en un improvisado terrario, ratones y musarañas en jaulitas para su estudio y observación, amen de innumerables libros de campo y fotografías tomadas por él mismo de distintas aves de la zona del Ebro cercana al pueblo. Incluso por tener, hasta un arrendajo poseía al que llamaba Rockefeller a modo de mascota y que andaba suelto por ahí como reto final a la minada paciencia de su madre. Él era así. Pensé que sin duda habría encontrado algún animal caído en algún pozo o barranco con el que incrementar la colección particular del corral de su casa. Continué mis indagaciones por ahí hasta que otro alguien me dijo que habían sido vistos cruzando la carretera —cosa que se nos tenía totalmente prohibido— y se dirigían por un camino hacia la vía del tren junto al Canal Imperial de Aragón.
           También yo hice lo propio desobedeciendo de tal guisa y como reto infantil, las directrices transmitidas a modo de orden en mi casa, escudándome inconscientemente en el par de años o tres que me diferenciaban de Joaquinito para que, en caso de bronca en casa por desobedecer, él respondiese una vez mas por mí y por el resto de los chicos de mi edad con los que solía aleccionarnos en el arte de amar a la naturaleza. Pude ver a alguien en la distancia. Eran ellos. Se hallaban junto a la vía del tren a un buen trecho de la carretera y cuya distancia recorrí todo lo rápido que mis pedaladas me permitieron. Estaban en un curioso emplazamiento que nunca antes habíamos acertado a descubrir en nuestras furtivas incursiones a la zona prohibida.
           Se trataba de un derruido brocal a media altura construido de ladrillo, en un lamentable estado ruinoso y carcomido durante muchos años por la falta de mantenimiento. Era de planta cuadrada, de unos tres o cuatro pasos de lado y que rodeaba a una especie de pozo de idéntica forma y cuyas paredes jarradas a base de viejo cemento o tal vez yeso ya cuarteado y desprendido a tramos, amenazaban con venirse abajo de un momento a otro. Tenía el agujero aquel unos cuatro o cinco metros de profundidad y en cuyo fondo se hallaba Joaquinito revolviendo las innumerables inmundicias que allí se hallaban anárquicamente esparcidas. Había de todo: botellas, escombros, trozos de ladrillo desprendidos del brocal, cartones, papeles, basura diversa de insospechada procedencia y composición..., y una culebra.
           Conocida de todos la inclinación de nuestro amigo hacia los animales, alguien en el pueblo le informó de la presencia del ofidio en tan singular emplazamiento, de modo que no lo pensó dos veces y se hizo de todos modos con una cuerda en alguna obra cercana y acto seguido se hizo acompañar de Ramón y Vicente descolgándose a mano sin pensar en más en el agujero aquel con el ánimo de atrapar a la pobre bestia. «No la veo», decía él sin parar de rebuscar con un palo o con los pies entre los despojos. El reptil se resistía a aparecer, cuando de repente, mis otros dos amigos y yo experimentamos la misma sensación: un extraño hedor nacía del fondo de aquel pozo, sin saber exactamente de dónde. Era como el olor de la putrefacción y sospechamos de la presencia de algún animal muerto entre toda
aquella porquería pero, a parte de la supuesta culebra, ningún otro bicho, ni vivo ni muerto, acertaba a verse por allí.
           —Me estoy mojando los pies. Aquí debajo hay como... agua —decía él mientras continuaba con su singular batida—. Huele fatal, voy a subir. Ayudadme. ¡Que olor!
          El pozo aquel comenzó entonces a vomitar una insoportable pestilencia al tiempo que el suelo comenzaba a abrirse como una compuerta bajo sus pies por efecto de su peso, dando paso a un negruzco y hediondo líquido parecido a todo menos al agua. Aquel nauseabundo efluvio mareaba de tal manera que, estando a punto de alcanzar el borde del brocal para salir de aquella trampa, sus manos no pudieron seguir asiendo la maldita cuerda por nosotros sostenida y resbaló cayendo de espaldas y desapareciendo entre ese negro líquido que ya había engullido todo lo que de sólido habíamos visto sobre él. Nadie, ni por lo mas remoto, hubiese imaginado que bajo aquel supuesto piso por el que hacía tan solo unos minutos caminaba Joaquinito y cubierto de basura, había un fluido que se había vuelto asesino y que se empeñaba en ingerir cuanto estuviese a su alcance.
        Creo que fue Ramón quien voló a bordo de su bicicleta con el ánimo de ir en busca de ayuda al bar de la carretera, mientras que Vicente y yo seguíamos sosteniendo la cuerda en el vano intento de pescar a nuestro amigo, que había desaparecido entre aquella mugre; poco faltó para que uno de nosotros, quizá yo mismo, saltásemos al fondo con el ánimo de ayudarle.
        —¡Allí está! —gritamos casi al unísono al verle aparecer de nuevo tosiendo y escupiendo—. Cógete a la cuerda, Joaquín.
         El hedor que aquello desprendía era del todo insoportable, y a mi amigo le abandonaban las fuerzas por momentos, aunque todavía tenía el resuello necesario como para no soltarse del único cable que le unía al exterior y que constituía su única esperanza por evitar hundirse en esa mierda que se empeñaba en tragarle. Durante todo ese tiempo creo que estuve rezando, rezando y llorando. Gemía de miedo, de rabia y de impotencia ante lo vano de mis plegarias y esfuerzos frente al lamentable hecho de no poder hacer nada por él, de verle ahí, a unos metros por debajo de mí sintiéndome del todo incapaz de poder hacer nada por impedir que esa inmundicia se lo comiese. Aquello no podía estar sucediendo. No podía ser. Era de locos. Quise pensar que se tan sólo trataba de un mal sueño del cual despertaría y que todo volvería a ser como antes, que todo eso no era sino una falsa y angustiosa virtualidad que se empeñaba convertirse en certidumbre cobrándose la vida de mi buen amigo. ¿Por qué todo aquel desvarío? ¿Que clase de trampa era esa? ¿Por qué estaba ahí aquel agujero maldito?
         Aquel gas fatal que el pozo emanaba, estaba comenzando a surtir efecto también en mí y en Vicente, quien no pudo por menos que retirarse de allí para evitar vomitar encima de Joaquinito, dejándome a mí solo pendiente de ese cordón umbilical que le sostenía y que por momentos amenazaba con soltar definitivamente debido a su aturdimiento. Fue entonces cuando comenzó a venir gente precedida por Ramón, hombres que había en el bar de la carretera y que pretendían rescatar a aquel muchacho que se hallaba en peligro. Uno de ellos traía una cuerda, y otro la manguera que en ese momento estaba utilizando para regar la hierba.
          Antonio, el fornido hijo del alguacil fue el primero en intentarlo. Era un chico tan grande y poderoso como bonachón y buen cazador, por lo que no sorprendió a los presentes con su voluntariosa acción . Creo que el infortunado Joaquinito ya no pudo darse cuenta de más. Se hundió en el lodo aquel presa de un definitivo desvanecimiento que quizá acabase con su joven vida en ese momento
        —¡¡Ya lo tengo!! —decía Antonio desde el fondo del pozo mientras se sujetaba con una mano a la cuerda y con la otra sostenía de los pelos a Joaquinito asomando un poco su cabeza por encima de la superficie de esa apestosa viscosidad conservando el ánimo de todavía poder respirar. De repente, y ante el asombro de los presentes que animaban al valiente muchacho, la fuerzas le abandonaron por efecto del nocivo gas que emanaba de allí. Fue como si una invisible mano traicionera le hubiese cortado la energía vital que le impulsaba y su puño se escurrió lentamente cuerda abajo hundiéndose en el lodo y perdiéndose de vista ante la impotente mirada de los numerosos testigos allí concurridos.
        Andrés, uno de los mas ligones del pueblo, un rubio y bien parecido muchacho que estrenaba moto y primero de Derecho ese verano y a quien creíamos sólo fachada ante las chicas del lugar, fue el siguiente en tirarse. Su error, como el de todos los demás, fue no asegurar bien la manguera al cuerpo, aunque mas bien fue la misma a la que estaba atado, la que se empeñó en liberarlo al fin dejándolo caer en medio de la voraz agua fecal que contenía el pozo aquel, ávida de vidas humanas.
          —¡¡Mi hijooo!! —gritó alguien al tiempo que saltaba de cabeza desde lo alto del brocal yendo a parar al mismísimo centro del pozo y cuyo cuerpo ya no volvimos a ver.
       Aquello era de locos. La gente que se había concentrado alrededor de aquel falaz agujero y se culpaba mutuamente de lo sucedido. Algunos intentaban seguir a los precedentes con el ánimo de rescatarlos, pero la pareja de Guardia Civil, que había hecho acto de presencia minutos antes a bordo de su Renault 4L, lo impedía de la forma mas contundente y expeditiva posible.
         Allí todo el mundo intentaba pasar, asomarse, mirar, intentar ayudar, o mas bien chafardear, unos animados por el morbo y la curiosidad que les creaba la situación, otros ante la posibilidad de que alguno de los suyos estuviese siendo devorado por las fauces de aquella perversa trampa. La autoridad apenas podía hacerse con la gente y con su irreflexiva conducta, hasta que, finalmente, los bomberos y mas efectivos de policía y guardia civil llegaron y acordonaron la zona haciendo desalojar las inmediaciones del lugar e imponiéndose de una vez la sensatez entre toda aquella gente que, en el ánimo de auxiliar en lo posible no hubiese conseguido sino sucumbir de igual modo.
        La noticia se extendió como el rayo por el lugar e inmediaciones e infinidad de gente cariacontecida se daba cita en el siniestro lugar abatidos por la pena y la rabia y sin dar apenas crédito a lo allí sucedido. La fría noche había extendido al fin su negra capa sobre la tétrica escena al tiempo que se comenzaban las maniobras de rescate de los cuerpos. La Guardia Civil con gesto exigente y sobrecogedor me interrogaba a cerca de lo ocurrido mediante estúpidas preguntas fuera ya de todo lugar, de los pormenores del lance y de otras muchas cuestiones que, debido lo aturdido que me hallaba en ese momento, no acertaba a responder con exactitud. Se oyeron palabras subidas de tono entre los círculos formados por los presentes en las inmediaciones del lugar. Había incluso quien culpaba al pobre Joaquinito del triste final de su aventura y de llevarse consigo tres vidas ademas de la suya propia.
       Yo, por mi parte, tampoco alcanzaba a comprender en su totalidad la dimensión del triste suceso debido a mi corta edad. Por aquel entonces todavía creía en los milagros y pensaba que, en virtud de algún extraño y maravilloso acontecimiento, Joaquinito y los demás saldrían incólumes del percance. No dejaba por ello de rezar, esperando algún tipo de prodigio extraordinario que devolviera la vida a mi buen amigo y a los demás.
         Poco mas puedo recordar de todo aquello sino el haber visto entre la multitud el desencajado rostro de D. Joaquín mirándome con enorme desazón acompañado de mi padre quien, provisto adusto ademán, me invitaba mediante severa censura regresar a casa prometiéndome a su vuelta una conversación algo mas que distendida.
       Cuando llegué a casa, mi madre me abrazó. Creo que nunca lo hizo como aquel día, pude sentir a través de sus brazos el apretón de la madre que recupera a su hijo tras la cruenta batalla en la que no se conoce el nombre de los muertos, sino que sólo se sabe que han sido muchos. Después del abrazo me reprendió con la violencia de la amonestación y me envió a la cama en espera de noticias del desenlace, noticias que por otro lado podíamos prever.
            Huelga decir que no dormí esa noche, ni tal vez en las siguientes, ni nadie de los alrededores. Desde mi cama, en medio de la confusión y la tristeza que me embargaba, podía escuchar, dos casas mas allá, a la madre de Joaquinito cómo gritaba y lloraba. Rajaba el negro aire de la noche haciendo estallar el silencio con su lamento desconsolado. Y la acompañe con solidario llanto de rabia e impotencia desde mi cama mientras evocaba a mi amigo engullido por su propio amor a la naturaleza y lloré pensando en que ya no le vería más, ni jugaría mas con él, ni iríamos mas de excursión a los montes, ni al río, ni organizaríamos batallas de barcos de corcho en la arqueta de la acequia que pasaba junto a su casa, ni capturaríamos mas animales ni... Eras mi amigo, Joaquinito, y yo, te vi morir.


            Al día siguiente los pies de foto de los periódicos contaban enormes e innumerables farsas a cerca de un disminuido psíquico que se había ahogado en un pozo propiedad de RENFE. Aquel periódico sensacionalista —hoy ya desaparecido— continuaba su sarta de mentiras diciendo que unos niños habían saltado una verja que lo circundaba y destapado la cubierta que lo protegía introduciéndose en él. También el periodicucho aquel culpaba a Joaquinito de aquellas muertes añadiendo a todo el pesar de sus mas allegados, la enorme calumnia a cerca de su salud mental que el reporterillo de turno desplazado al lugar, recogiera a través de la información encendida por la exasperación de los allí presentes sin contrastarla debidamente entre quienes le conocíamos bien y estuvimos a su lado hasta el último momento.
   También, además de las tétricas fotos cargadas de crudeza del momento del rescate de los cuerpos y entre otras informaciones supuestamente ciertas, el papelucho aquel informaba de otras cuestiones relativas al Pozo de la muerte —según rezaba el contundente titular—. Entre otras explicaciones de índole técnica recuerdo que aclaraba que aquel engendro era un pozo de unos veintitantos metros de profundidad, que databa de la guerra civil y cuya utilidad en su día fue la comprobación de la resistencia a la permeabilidad del terreno ante las filtraciones del Canal Imperial de Aragón, junto al cual se hallaba construido, con el objeto de valorar la compactación del terreno calizo ante la construcción de la vía férrea.

          No habían transcurrido ni un par de días cuando el pozo aquel había desaparecido del emplazamiento en el que llevaba cuarenta años y que algunas personas del lugar, cuya existencia conocían, utilizaban a modo de vertedero o incluso de improvisado muladar para arrojar allí reses muertas. Fue vaciado de ese pútrido fluido y llenado de tierra hasta el borde, medida de caución que debería haber sido adoptada cuarenta años atrás y no protegido mediante una valla y una tapa que únicamente existía en la calenturienta mente del periodista que mentía en aquel rotativo y cuya principal misión era vender ejemplares a costa de disfrazar la verdad u ocultar la negligencia de la Administración.










    UN DÍA ESPECIAL                                                       Luis Martínez Pastor


Segundo premio certamen picarral "Deshojando la margarita" 



 


            Observarla sabiendo que no se da cuenta. Mirarla. Escrutarla. Verla una y otra vez hasta que la mirada se me desgastase si ello pudiese ser posible, mercería la pena con tal de conservar vivo el recuerdo de su imagen. Contemplar y aprender cada día, como si de una norma impuesta e ineludible se tratase, todos y cada uno de sus gestos y ademanes que, no por vistos y aprendidos una y mil veces, me resultaran ajenos, y sentir envidia del aire que la rodea, del éter que la envuelve con suave mano, de cada objeto o persona sobre la que descansara su mirada, deseando más de una vez pertenecer al estado gaseoso para poder envolverla mediante sutil abrazo toda ella sin dejar un resquicio de su cetrina piel y sus ensortijados cabellos de sirena por restregar mi cuerpo vaporoso.

            Cada día trataba de cumplir el rito: me situaba ante mi ventanal mucho rato antes de que ella apareciese para no perderme el espectáculo de su llegada, como el de la vedette que hace su aparición sobre la pasarela entre plumas y focos aclamada por el público ansioso de contemplar un espectáculo sin par, que en este caso, era mi corazón apasionado, tal vez enamorado, y digo tal vez porque nunca antes había sentido nada así. Al rato, a la hora exacta de todos los días, como siempre, ella llegaría caminando graciosamente por la acera de la izquierda según mi posición y, tras retirar su melena hacia atrás con un exquisito movimiento de cabeza y rebuscar con salero la llave en su bolso mostrándome su espléndida figura de espaldas recortada por la luz que salía del escaparate de la lencería en la cual trabajaba, retiraba el candado y procedía a levantar la persiana del local. Cuantas veces hubiese deseado poder acercarme a ella y casualmente transitar por allí para ayudarle a abrir aquella pesada reja. Cuantas veces hubiese deseado poder pasar a diario por la puerta de su tienda para ser por ella saludado, como al cartero, como al chico de los recados de la frutería de al lado, como a la mujer del kiosco de prensa, como al gordo del garaje, a quienes daba los buenos días a diario con aquella sonrisa encantadora. Pero no, eso era imposible, podría tal vez coincidir a su lado y, quizá, mirarla e incluso, hablarle o desearle un buen día, pero no conseguiría jamás, por mucho que quisiese, ayudarle a levantar la persiana del establecimiento, ni mirarla nunca a su altura, ni pasar casualmente a su lado mientras paseaba, ni... Por ello tendría que contentarme, al menos, con verla cada día, con contemplarla en la distancia que nos separaba y amarla desde el anonimato y la lejanía de la posición del ventanal de mi apartamento situado por avatares del destino frente a su comercio, tras el cual me pasaba horas y horas viéndola trabajar y enamorándome un poco más cada día sin que ella supiese siquiera que yo existía y que la amaba con locura.

            Ese era mi vicio, tal vez mi única distracción y estímulo en todo el día, mi perversión inconfesable, una licencia concedida a los sentidos y al entendimiento. Quizá mi conducta, a juicio de quien no compartiese mi actitud, o quizá a los ojos de un sesudo profesional, constituiría una inclinación manifiesta. Sin embargo para mí, verla cada mañana y a lo largo del día, establecía una razón para seguir adelante, un motivo de regocijo, tal vez el único aliciente de mi vida, ese que constituía mi reto diario a través del cual me animaba par poder llegar a día siguiente; una razón para continuar con vida un día más: ella.

            Hoy, sin embargo, presiento que va a ser un día especial, no sé por qué, tal vez ese sexto sentido que se ha ido desarrollando misteriosamente en mí así me lo dicta. Como cada día, me levanto temprano y, como si de un ceremonial pactado se tratase, me acerco al cuarto de baño a bordo de mi Uribarri —el transcurso de los años me ha concedido una cierta destreza en mis pequeños quehaceres diarios que todo el mundo realiza sin demasiado esfuerzo y sin darle importancia— y tras aliviar mis necesidades, me sumerjo en un baño profundo y cálido y comienzo a pensar de nuevo en ella e incluso le hablo como si estuviese a mi lado y conociese mi secreto, como si realmente permaneciese conmigo en ese momento ayudándome y como si compartiese el destino y la vida que ahora me veo obligado a llevar. Pero no me gustaría arrastrarla hasta mi lado y hacerla cómplice de mi condición. Sería incapaz de darle lo que otros hombres podrían. (A las mujeres les gusta mucho que las lleven a bailar, dicen). Me miro a mí mismo una y otra vez como si pudiese salir de mi cuerpo, cosa que desearía con más frecuencia de la quisiese mi resignada voluntad, contemplándome desde fuera y puedo distinguir mis piernas, esos dos cachos de carne fláccida y sin rumbo ni misión que otrora me transportaran inclusive a ganar medallas en torneos universitarios de atletismo y que ya no son sino un freno ante cualquiera cosa que pretenda, incluso, sobre todo, acercarme a ella. Y... eso otro, esa prolongación de mi voluntad sexual que ahora no sirve sino para mojar la cama con más frecuencia de la deseada. ¿Cómo puedo siquiera pensar en acercarme a ella sin que me vea como lo que soy, como un ser partido en dos, como alguien provisto de una voluntad en la parte superior y un obstáculo en la inferior? No, no es posible. Me resigno una vez mas bajo la estrella que me ha tocado vivir y agradezco, al menos, el continuar vivo —mi estómago fue mas resistente a aquellas pastillas de lo que supuse, lo pasé muy mal y ya no lo volví a intentar— y poderla ver cada día protegido tras mi cristal.

            Tras haber desayunado lo que la asistenta me dejó preparado ayer y haberme acicalado como si realmente fuese a estar con ella o como si pudiese verme y fuésemos a compartir la compañía mutua, me sitúo (y no digo me siento porque ya lo estoy) en mi palco de honor para contemplar el espectáculo un día más, pero presintiendo que hoy será un día especial. Miro el reloj con insistencia. Todavía falta un rato. Pasan coches. Humo. Gente. Movimiento. El bus escolar repleto de niños que juegan en el interior mientras otros suben y son despedidos por sus madres y abuelas. El gordo del garaje. El chico de la frutería con su carro de los recados. Miro una y otra vez el trozo de calle que desde la ventana de mi entresuelo puedo divisar y el escaparate de su lencería justo frente a mí, presidiendo mi vista e imagino una vez más las sugerentes prendas que allí se exhiben rodeando, abrazando, mimando, su cálida piel y combinándose con el perfume que de ella brota sin duda como de una fuente mágica y misteriosa. Cuánto me hubiese gustado una y mil veces impregnarme de la fragancia que su piel exhala, de otras tantas de ella procedentes sin duda y que he podido percibir en lo más profundo de mi imaginación.

            Al fin. Sí. Ahí está. Ella. Mi chica. Tan puntual como en ella es norma desde que la conozco, desde siempre tal vez. Un día más aparece por mi izquierda, como siempre, como cumpliendo un ritual maravilloso. «Buenos días cariño», le digo, alegre, en voz alta como si fuese capaz de escucharme a través del cristal y la distancia mientras con ese gesto coqueto y cálido retira su preciosa melena hacia atrás y rebusca las llaves en su bolso con el ademán de la gracia que en ella es innato, tal vez congénito, como el color a las flores en la primavera y, parece mentira, se vuelve hacia mi posición y emite una sonrisa que parece que quisiera dedicarme sin verme, sin conocer de mi existencia, sin saber que este ser partido en dos la ama y que la sola noticia de su existencia puede hacerme feliz. Levanta la persiana y a continuación se introduce en el local cual lo hiciese la más grácil de las nereidas. Como muy bien he supuesto por los días, meses, tal vez años de amarla en silencio, hoy es un día especial: toca cambio de escaparate y podré verla durante más minutos que cualquier otro. Eso me hace feliz y, para no ser molestado en la única función de mi corazón que es amarla en silencio, es el día que doy libre a la asistenta.

            Al rato, sale al escaparate, descalza, con cuidado de no derribar a su paso el bosque de secretos femeninos que la rodean y, en un visto y no visto, retira todas las prendas que allí estaban colgadas de invisibles hilos simulando formas de mujer cubriendo esos mediosmaniquies de piel de plástico con mediosrostros de doncella. Algún día —llevo ya tiempo diciendo lo mismo— compraré unos prismáticos, por verla sin perderme uno solo de sus gestos, de sus movimientos, de la gracia de sus manejos de ninfa, el único patrimonio que de ella podré conseguir. Tras todo esto comienza de nuevo a disponer otra obra de arte sembrando con espontaneidad de artista la nueva disposición de prendas y colores que surge de la habilidad maestra de sus delicadas manos de dama misteriosa y alegre.

            El frío día de invierno no acompaña y conforme avanza el día pasa menos gente por la calle que me impida distraer la vista de su figura que se recorta entre agradables formas tras el cristal del establecimiento, lo cual me alegra en cierto modo, pero me apena porque tampoco entra nadie en su tienda y si esto continúa así podría verse obligada a cerrar y lo que es peor: podría perderla para siempre. El nuestro es un barrio pequeño y sencillo y todos conocemos las flaquezas y miserias del de al lado sin hacer o pretender más allá de lo que podemos, por lo que procuro pasar desapercibido hasta el punto de que apenas salgo de casa y, si lo hago es siempre cuando ella no está en la tienda y no puede verme. Tal vez podría soportar que tuviese que bajar su mirada para contemplarme, o que conociese mi banal existencia que ni yo mismo a veces soporto a bordo de este artefacto, pero lo que no podría resistir es que conociese el secreto que alberga mi corazón: que este ser impotente la ama con la más profundo se su ser. Y prefiero que sea así, que no sepa que existo y seguir queriéndola desde el silencio del ventanal de mi entresuelo, hasta el punto de no conocer siquiera su nombre y circunstancias, desarrollando día a día, sintiendo cada vez más profundo, este amor platónico hacia ella a través del cual me hace y me hago feliz y sin pretender más allá de lo que puedo, de lo que mi limitada circunstancia me permite.

            Alguna vez, incluso, he pensado en enviarle alguna carta de amor, alguna nota al menos que delatara que estoy vivo por ella, que siento y respiro por poder verla cada mañana, que me apuesto tras mi vidrio a diario por admirarla y sólo por saber que de ella depende mi existencia, que... pero cuando me he dispuesto a ello un par de veces tras enormes debates internos, he tenido que dejarlo, puesto que la mano me temblaba hasta el punto de no poder comprender ni yo mismo lo que había escrito y preguntándome, al cabo, la utilidad o tal vez conveniencia de tal empresa. Tanto es lo que siento por ella y tan poco lo que puedo hacer y ofrecerle que a veces lloro de rabia y maldigo la suerte que me acompaña y que un día el cielo me envió.

            El invierno se recrudece y su tienda y tal vez toda la calle ha tomado otro aire novedoso y sugerente con aquel escaparate renovado y sembrado de nuevo de sugestivas prendas íntimas femeninas hábilmente dispuestas, iluminando con la gracia de aquella obra de arte lo sombrío de la calle teñida por la molicie de este oscuro invierno que se cierne sobre nosotros con su fría capa. La tarde empeora conforme avanza, comienza llover y hace más frío, por lo que me veo obligado a subir el termostato de la estufa. Froto mis manos para entrar en calor y ya casi no se ve en la calle. Por lo visto los impuestos que pagamos al ayuntamiento los vecinos de este barrio son tan exiguos que no permite al consistorio reparar el par de farolas que alumbran la calle estropeadas desde hace tiempo. Maldita crisis. Cada día anochece más temprano y apetece menos salir a la calle. El frutero ha bajado ya la persiana hace rato y el gordo del garaje también se ha ido. No queda nadie por ningún sitio. Hasta la mujer del kiosco ha cerrado, tal vez por no poder soportar mas el frío intenso que se cierne sobre todos nosotros. Tal vez estemos solos, ella y yo, y eso me hace feliz. Hoy, pese al esfuerzo que ella ha puesto en su escaparte, en esa que a mí me lo parece obra de arte, todavía no ha sido visto por nadie. Dos o tres personas que han acertado a cruzar frente a su negocio han pasado de largo sin fijarse en lo que ella ha hecho y, ni qué decir tiene que nadie ha entrado todavía. Hoy tampoco ha vendido nada y temo que cualquier día aparezca colgado de su puerta el cartel de SE TRASPASA y ella desaparezca. Sería horroroso. No podría soportarlo. La angustia, la tristeza y la desesperación me invade sólo de pensarlo, pero no sé por qué albergo hasta el último minuto de la tarde la idea de que hoy será un día especial.

            Apenas se ve la calle, pero sé que tras la cortina de lluvia y la oscuridad está ella, y sólo con saberlo me reconforto a mí mismo. A veces me pregunto si todo esto que hago no es sino el desvarío de un demente, si no sería más conveniente presentarme ante ella, tal y como soy, a bordo de mi suerte y hablar con ella, conseguir saber cómo suena su voz o cómo huele el aire a su alrededor. Valoro la conveniencia de conseguir, al menos, su simpatía, que mi triste imagen se dibuje en sus preciosas retinas, poder pasar de vez en cuando junto a ella y poderla saludar y que me devuelva el saludo, darle a conocer ese residuo de mí que todavía continúa viva entregándole de este modo parte del amor que por ella siento. Pero por otro lado, no me veo con fuerzas para ello, me conozco, y cuando me pongo nervioso, cuando pienso que algo escapa de mi control, cuando algo decide tomar un rumbo distinto al que yo he calculado, mis esfínteres parecen volverse locos y... dios mío, que vergüenza sólo de pensarlo... Tal vez por eso apenas salgo de casa. Estoy así desde hace ya... varios años —creo— y, aunque me manejo bastante bien, algún día tendré que hacer algo más que pasarme hora tras hora mirando por mi ventana, y ocupando mi mente tan sólo en amarla en silencio. Acabaré volviéndome loco, loco de amor.

            La naturaleza es muy sabia y ante la carencia de alguna facultad orgánica, a menudo es suplida de un modo u otro por otra virtud que es desarrollada paralelamente tal vez por contrarrestar la aptitud inicial y, en mi caso, creo que es un modo de poder prever —aunque de un modo muy difuso— las cosas con una anticipación de unos minutos. Ayer, sin ir más lejos, supe que alguien iba a llamar a la puerta y, efectivamente, al cabo de un rato un vendedor de libros se personó en mi casa ofreciéndome a buen precio una completísima colección de autores contemporáneos a buen precio que acabé por encargarle, aunque todavía no sé cómo voy a a ir pagando, o la semana pasada cuando advertí que algo extraño y poco agradable iba a suceder en mitad de la de la calle y en el transcurso de unos minutos una señora fue atropellada ante mi vista por una especie de macarra a bordo e una motocicleta que se dio a la fuga. Sé por ello que va a parar de llover de un momento a otro y que va a ser un día especial; no sé, algo, algún acontecimiento cuya ambigüedad me sorprende y preocupa al mismo tiempo va a suceder sin poder saber de qué se trata.

            Tal y como había supuesto ha parado de llover. La enorme tromba que caía ha parado de repente como si alguien hubiese cerrado una gigantesca compuerta en el cielo a través de la cual fluyese toda el agua que todavía corre junto a las aceras formando enormes charcos y arroyos y reflejando el escaparte y el luminoso de su tienda, casi la única iluminación visible en toda la calle a excepción de tres o cuatro ventanas que dejan apenas escapar a su través el mortecino reflejo de gentes tras ellas. La tarde se consume rápidamente como una vela barata, es casi la hora de cerrar y nada ni nadie pasa ya por la calle. Tal vez sea yo el único que acierte a ver lo que en ella sucede y deseo fervientemente que el momento llegue, el momento magnífico de verla de nuevo. Como cada día saldrá envuelta en su gracia, y cautivando el aire a su alrededor se alejará de este barrio de miseria para irse a su palacio de princesa o, tal vez, lo mas posible, a otro barrio gemelo a éste a macerar una noche más sus miserias y sueños marchitos, como todo el mundo, a seguir fantaseando con una vida mejor.

            Sin embargo, de repente, como en un sueño o en el transcurso de una pesadilla soportable, algo difuso y melancólico como la noche húmeda y azul me dice que, de algún modo que no acierto a comprender ella no saldrá de allí. Ese algo está a punto de suceder y me temo que se trata de algo nada bueno que yo sea capaz de evitar.

            Así y, como respondiendo a un estímulo irrefrenable y sin poder detenerme sino más bien impulsado por un peregrino empuje de coraje y valor, me veo en el rellano de mi escalera a bordo de mi Uribarri y con lo puesto; solo y con la puerta de mi apartamento abierta tras de mí. No sé cómo he llegado, ni obedeciendo a qué incentivo ni a qué aliento de la sinrazón he sido transportado hasta allí. Al fin sospecho lo futurible aunque quisiera que no fuese cierto lo que estaba a punto de suceder o, al menos de ese modo. Trato de pensar, de extraer de mi mente, de donde sea, ese hálito de cordura que me explique mi desvarío mientras contemplo cómo mi aliento se convierte en blanca y temblorosa fumata que asciende hacia la bombilla que tristemente ilumina el descansillo. Entonces es cuando advierto mi atuendo y siento frío, mucho frío y me pregunto por qué estoy yo ahí, pero vuelvo a sorprenderme a mí mismo conduciendo mi Uribarri hacia la rampa que me conducirá hasta el portal de la calle como si alguien me empujase hacia afuera, sí, hacia ella y es entonces cuando de súbito, una enorme desazón alimentada por la sorpresa y por el temor me hace sudar en medio de la frialdad de la noche y hace que comience a temer por mis esfínteres, a que me vuelvan a jugar una mala pasada. Trato de no pensar en ello y me acerco a la pesada puerta de forja que me separa de la calle y de la oscura noche de ahí afuera. Miro a través del cristal de la puerta pretendiendo averiguar algo sin saber exactamente el qué, sin embargo, mi propio aliento me lo impide, el vidrio se empaña debido al frío y la humedad y no me deja ver el exterior por lo que contengo la respiración hasta escuchar un grito, un sobrecogedor lamento que desgarra la noche húmeda y oscura y, que pese a no haber sentido nunca antes su voz reconozco al instante.

            Sí, es ella. Ella quien grita sin duda alguna reclamando ayuda, tal vez suplicando, anhelando que alguien socorriese su situación, eso que yo había estando presintiendo con anterioridad. Entonces lucho con la fuerza de mi medio cuerpo contra la pesada puerta de forja para lograr abrirla y salir al exterior, a la tétrica noche, a aquel reino de tinieblas apenas iluminado por el escaparate y a través del cual veo salir una sombra, una forma encogida y negra cuya apariencia y precipitación en abandonar el lugar me hace temer lo peor. Por un instante me veo a mi mismo clavado en el lugar, como si una invisible mano hubiese anclado mi Uribarri al sitio y que pese a mis esfuerzos se niega a seguir avanzando en contra de lo que momentos atrás me sucedía. No puedo ver el aspecto y facciones de la sombra, pero sé que me está mirando, que se está quedando conmigo —mi físico y condición me delata sin duda— y que tal vez me archive en su memoria temiéndome como testigo incómodo de algo. Mis esfínteres parecen seguir comportándose como yo deseo —aquella fisioterapeuta y sus técnicas era magnífica— y cuando consigo al fin hacer arrancar mi Uribarri del sitio al que parecía estar clavada, busco la rampa del garaje del gordo para poder cruzar la calzada.

            Ni en la peor de mis pesadillas, ni en la mas esperpéntica de mis fantasías hubiese imaginado que mi primer encuentro con ella tuviese que ser de aquel modo. No había nadie en la calle, ni en las ventanas, ni había coches, ni gorriones, ni niños, ni certeza... sólo frío y humedad, sólo aquella sombra, aquel hombre de tenebroso aspecto que había salido de la tienda con precipitación precedido de su grito. En ese momento no pensé sino en ella y en lo que el individuo ese podía haberle hecho y que debía socorrerla y fue entonces cuanto comencé a sentirla mas mía que nunca, más cercana, como si me perteneciese realmente y yo a ella, como si a partir de entonces algo que nos iba a ser común nos fuese a unir para siempre y mi sueño fuese a cumplirse convirtiéndose en realidad; como si aquel día frío y lluvioso fuese realmente un día especial.


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            Jamás me he sentido tan feliz. Ahora mi vida tiene un sentido, un camino a través del cual discurrir: ella. Por fin supe su nombre, aunque ya no importa que lo revele. Paseamos cada tarde por el parque próximo a nuestra casa y ambos somos dichosos. Desde hace más de tres años vivimos aquí, a las afueras, nos hemos mudado a esta zona nueva de la cuidad sin barreras arquitectónicas ni mentales de nuestros vecinos. Nos gusta este nuevo barrio, es mucho mas soleado, la gente nos comprende y nos quiere, aunque no puede evitar sorprenderse ante nuestra insólita presencia. Ya sólo nos falta casarnos, porque, por lo demás, lo compartimos todo, bueno, excepto el control de esfínteres, a ella le cuesta más porque la lesión medular que aquel desalmado le hizo esa noche es algo mas alta que la mía, pero tal vez con el tiempo lo logre. Ahora tenemos muchos y nuevos proyectos. Ahora cada día es un día especial.

            Para los dos.







EL ABUELO NICOLÁS                                                     Luis Martínez Pastor




Premio Certamen literario comisión de Mujeres Margen Izquierda 2009




      Le gustaba a D. Nicolás caminar por las nuevas aceras del barrio que, merced al famoso “Plan E”, el consistorio había reformado para que los parados tuviesen un buen espacio por donde pasear, pensaba. El anciano sabía que le quedaba poco, que su vida se iba consumiendo como un brasero a la madrugada y que, según su  hijo, no era conveniente que siguiese viviendo solo en el pueblo; llevaba haciéndolo casi tres años desde que enviudó. Estaría mejor con ellos en Zaragoza, cerca de los médicos y de la familia.
      Sabía también que este año su huerto ya no daría frutos, que la casa comenzaría a enfriarse y que ya no se encendería el hogar, que quedaría todo a merced de los fríos y las nieves del invierno y que cuando se hiciese hielo en la puerta nadie lo quitaría, porque de allí quien marchaba, ya no volvía. Un día los hijos se llevaron a Dámaso a Zaragoza. Al menos tenía una hija abogada que cuidaría de él, quiso pensar. A los pocos meses falleció en una residencia. Solo. Dicen que murió de pena mientras veía la tele en una sala. También se llevaron a Carmen, a Facundo a Dionisia y a Marcelina. En Zaragoza enfermaron y murieron todos. Algo tendrá esta ciudad de brillantes aceras y flamante carril bici que acaba con los viejos y sus recuerdos.
      Las mañanas de otoño, solían ser frías, ásperas y destempladas como las respuestas de la nuera. Salía de casa todo lo que podía por no verla y aprovechaba para ir al hogar del pensionista a tomarse un descafeinado y ojear un poco el Heraldo o charrar con algún otro viejo hasta la hora de comer sobre lo que el tiempo les había arrebatado.
      —Antes se respetaban las canas— decía con dolor D. Nicolás bajando la vista y meneando al cabeza al apretar los labios, como conteniendo el ansia y la impotencia.
      —Eso era antes, cuando la familia estaba unida en la casa— respondió con pena el otro viejo vertiendo el azucarillo en el café con pulso tembloroso—. Los abuelos eran escuchados, el padre mandaba y trabajaba, la madre ayudaba y cuidaba de los hijos y estos obedecían y respetaban a sus padres y maestros en la escuela. Era así.
      —No —respondió añorando aquel tiempo en el que la mirada severa del adulto bastaba para rendir pleitesía al rapaz—, no nos ha ido tan mal. No teníamos de nada pero éramos felices. Nos queríamos y nos respetábamos. Conocíamos el significado del esfuerzo y del sacrificio. Trabajábamos, nuestros hijos ayudaban en la casa y sólo pensábamos en ellos. Los padres eran padres y los matrimonios para toda la vida.
      —Eran otros tiempos, me dicen —el otro pensaba entonces en sus hijos y sus nietos que sabían de todo lo bueno y lo malo de este mundo—. Yo no sé de nada, no comprendo nada, no sé de ordenadores de esos, ni de máquinas, ni de aparatos ni chismes electrónicos que ellos manejan con tanta facilidad, pero sé respetar a las personas. Ellos ya no se guardan la honra ni nos respetan a nosotros. Tengo tres hijos y los tres están divorciados, como lo americanos esos de la tele. Voy de casa en casa como trasto viejo. Me veo pronto en una residencia feneciendo de pena.
      —Ya veremos a dónde nos lleva… todo esto —dijo D. Nicolás mientras trataba de ahogar la pena y la  zozobra que le subía por el pecho.
      —Menos mal que…  no…  ya… no… estaremos aquí para verlo— añadió al fin el otro viejo tratando de no decir lo que le abrasaba el aliento.

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—¿Ha traído el pan? —se oyó su voz desde la cocina acompañada de ese tonillo inquisidor que le caracterizaba y que condenaba antes de juzgar, sin haber dado tiempo si quiera a cerrar tras de sí la puerta de la entrada del piso
  —Sí, hija, sí —respondió paciente D. Nicolás, sabiendo que detestaba que le llamase hija, mientras colgaba la chaqueta en la percha de la entrada, se quitaba los zapatos y se ponía las zapatillas de casa; primera misión ineludible tras haber cruzado aquel umbral.
 Un plato de sopa todavía humeante, un filete, una manzana, un vaso de agua y tres pastillas en un platito aguardaban relucientes encima de la mesa de la cocina a que el abuelo Nicolás diese buena cuenta de todo ello antes de que llegasen los chicos del colegio.
      —Venga dése prisa. Hoy se ha hecho tarde. Y lávese las manos antes de tocar nada— dicho de la forma mas fría posible, fueron todas sus palabras antes de desaparecer de la cocina dando un portazo.
      —Poca gana tengo hoy, hija —dijo él mirando con estoicismo hacia la puerta de la cocina que se había cerrado dejando a su nuera del otro lado.
      Tiró la  sopa por la fregadera, el filete al cubo de la basura y volvió dejar la manzana en el frutero. Se bebió, eso sí, el vaso de agua pero se guardó las pastillas en el bolsillo del pantalón.
      Una vez más tuvo que marcharse a pasear de nuevo, a ahogar sus lágrimas y pesar en la soledad. Bajó en el ascensor y salió por el portal, el sol quiso comenzar a asomarse entre la niebla acariciando su ajado rostro. Aquella tarde no iría al hogar del jubilado lleno de viejos, de farias, y postración, emplearía el rato en dar un paseo ya que estaba despejando de esa bruma obstinada, de esa niebla empecinada y espesa como una flema molesta que todo lo invade y es difícil de sacar.
      Sus pasos y la indolencia de su alma, ajada por la vida y su triste final que podía de algún modo presentir, le llevaron a través de calles y aceras cruzándose a gentes del barrio cuyos rostros parecían estar afligidos por sufrir de horribles desdichas que cargaban sobre sus espaldas con resignación. Sólo los muchachos que volvían a sus casas a riadas por la acera de enfrente desde un instituto cercano, parecían ser felices y rebeldes. Se encorrían, gritaban jubilosos, formaban grupitos desbocados, bromeaban entre ellos y radiaban esa alegría que sólo la descarga hormonal de ilusión, esperanza, espontaneidad e ignorancia es capaz de concederles. Únicamente ellos parecían ser dichosos, la alegría se reflejaba en sus frescos rostros que marcaban incipientes cambios hacia esa puñetera edad adulta.
      Se detuvo a contemplarlos desde la distancia cuando le pareció ver a sus nietos, los gemelos mas guapos. Tal vez fuesen ellos. Sólo tal vez y por eso el corazón se le alegró restaurando su aliento marchito y cansado mientras les saludaba con la mano esbozando una leve mueca que pretendía ser algo parecido a una sonrisa.
 Los chicos dan la alegría, pensaba, y se puso a recordar cuando en el pueblo toda la chavalería bajaba desde la escuela por la cuesta del molino hacia la acequia, jugando, entre corridas, gritos y algarabía y a D. Ramón, el maestro, tras ellos tratando de apaciguar lo inapaciguabe. Se sabía la hora que era en el pueblo por el alboroto que organizaban; no hacía falta mirar el reloj de la plaza. Ente ellos andaba Nico, y siempre que le veía le echaba un beso y le decía adiós al pasar por delante del molino.
      Su Nico, por supuesto, ya no era el de ahora. Los hijos cambian. Los niños se hacen hombres y los hombres cierran los molinos y arrancan viñas y olivos a cambio de subvenciones y se van del pueblo a estudiar a la capital, y se casan, y trabajan y viajan y se traen a los abuelos a Zaragoza… a morir. La vida moderna es así. Le hubiese gustado tener más hijos y también una hija, pero la Elena quedó mal tras el alumbramiento de Nico, por ser demasiado vieja ya para partos, decían sus hermanas. Cuánto echaba de menos a la Elena y cuantas calamidades levantaron juntos desde la nada. Sin poderlo evitar, una lágrima o dos corrieron por su mejilla del color de la ceniza  de carrasca y de repente se sintió cansado, muy cansado. Se dio cuenta que su cuerpo y su alma habían envejecido simultáneamente y enfermado de súbito varios años en esos meses durante los cuales, al levantarse cada mañana ya no veía por la ventana de la alcoba como día a día se hundía un poco mas algún tejado de las casas que todavía luchaban por permanecer en pie en el pueblo.
      Decidió sentarse en un banco del parque que quedaba al otro lado de la calle a tomar aliento, a tratar de aguantar un rato más hasta la hora de volver a casa, por no verla más allá de lo preciso, por no aguantar ni un minuto más de lo necesario sus vinagres y rarezas. El sol comenzaba a calentar tras haber vencido un día más a la niebla en singular combate. En el Pueblo no solía haber nieblas; soplaba siempre en este tiempo una airera solemne que bajaba desde el Cabezo Palomo y el cementerio atravesando la plaza y arrasando con cualquier atisbo de bruma que desde el río pudiese atreverse a salir.
      Frente al banco que ocupaba D. Nicolás, seis u ocho niños y niñas rebozados como croquetas, jugaban en el arenero tratando de construir, más con la imaginación que en la realidad, una especie de castillito mientras un hilo invisible unía sus cuerpecitos a los ojos de sus madres que formaban corro y charraban a unos metros de ellos.
      —Déjame la pala —dijo uno de ellos.
      —Es mía —respondió otro.
      —No, es mía. No te la dejo —dijo un tercero.
      —Déjasela —añadió el que parecía un poco mayor que los otros, como tratando de imponer su autoridad—, su papá y mi mamá son amigos.
      —Sí —dijo una niña de graciosas coletas levantando los bracitos—, yo los he visto dándose besos.
      —Es que a lo mejor se casan —respondió el aludido—. A veces vamos todos a mi casa y a Jorge y a mí no ponen la Play o el Disney Channel y ellos se van al cuarto y nos dicen que no entremos.
      —¿No tienes papá?
      —Sí pero no lo veo casi. Ahora tiene una novia y viven en otra casa.
      —Pues yo tengo dos mamás —dijo la niña abriendo mucho los ojos— se casaron y yo fui a la boda y nos hicieron muchos regalos.
      —Pues yo tengo … —decía otro mientras se contaba los deditos de una mano y parte de los de la otra— …seis abuelos.
      —Eso no puede ser —dijo el que parecía llevar la dirección de la pequeña obra de arena soltando el cubito—. Sólo se pueden tener cuatro.
      —Tampoco se pueden tener dos mamás y yo las tengo —respondió rápidamente la niña de antes—. Una con el pelo largo y otra con el pelo corto
      —Pues eso no es nada —añadió otro de los niños que había estado callado hasta entonces dando a su discurso un aire provocador —. Yo tengo dos papás de verdad. Los dos me compran cosas y me quieren mucho. Uno vive con mi mamá y el otro, el de la semillita, con su novia.
      —¿Qué quiere decir eso de la semillita? —preguntó derrochando ingenuidad otra niña de sonrosados mofletitos.
      —Eso será que es jardinero —intervino rápidamente el de antes—, como mi papá nuevo. En una maceta pusimos semillitas y salieron flores.
      —Pues la novia me mi papá…
      D. Nicolás no quiso escuchar más. Se levantó del banco trabajosamente, como si arrastrase tras de sí un pesada losa difícil de llevar. Le dolía algo muy dentro de su ser, aunque tal vez no fuese nada del cuerpo lo que afligía su ánimo exánime. Quizá fuese algo más allá del entendimiento, algo que le desolaba la conciencia. Se sintió mal. Tan mal como nunca antes se había sentido. Cuando se es viejo se nota un dolor y un cansancio que pensamos que se nos va a pasar al día siguiente, al levantarnos de la cama y no es así, seguimos igual. Un minuto más, una hora más, un día más. Hasta el final. Pero aquello superaba todo lo que había sentido hasta entonces.
      Caminó lentamente hasta el bordillo de la calzada. Despacio, arrastrando un pie tras otro, penosamente, y entonces esperó. Cuando vio la luz verde que estaba aguardando, levantó el brazo. El taxi se detuvo a su lado.
      —Buenos días, jefe —dijo el taxista con voz cansina— ¿A dónde?
      —A Fonteros de la Sierra —dijo él con un hilo de voz.
      El taxista abrió bien los ojos mientras consultaba el GPS y sacó una calculadora pensando que aquella carrera le iba arreglar la semana tan floja que llevaba. Le preguntó si llevaba equipaje y le dijo el precio.
      —Me parece bien —dijo D. Nicolás trabajosamente mientras se acomodaba en el asiento de atrás desabrochándose la chaqueta —. Vámonos.
      —El viaje será largo, —dijo el taxista volviendo la cabeza arrojando una sonrisa—, llegaremos casi de noche.
      —Vámonos ya, por favor—repuso el anciano con voz suave pero firme.
      El taxista arrancó el vehículo mientras hablaba por bluetooth y programaba el GPS con la que parecía ser su mujer, indicándole que aquella noche llegaría tarde a casa y que le diese un besico al nene de su parte antes de acostarlo.
      El anciano observaba las maniobras del joven manejando aquellos aparatos del demonio que parecían llevar dentro al mismísimo Satanás, mientras pensaba que tal vez no estuviese todo perdido, pero que sin embargo él ya no pertenecía a este tiempo, sino a aquel en el ser molinero significaba ser alguien en el pueblo y ser algo en su familia.
      —¿Qué, abuelo? —dijo el taxista con aire de confidente, tratando de sintonizar con el cliente con el que iba a compartir un buen rato —de vuelta al pueblo, ¿Eh?
      —Más o menos —dijo Nicolás mirando distraídamente por la ventanilla, observándolo todo como en una despedida, viendo el barrio, mirando alejarse el bloque de pisos en donde vivía su Nico, sus nietos  y ella.  A ver cuanto duraban juntos.
      —Vaya tarde buena que se ha quedado, después de la niebla de esta mañana—comenzó diciendo el taxista con el socorrido tema del tiempo—¿verdad señor? …
      Se calló de repente al observar a través del retrovisor  que su viajero se había quedado dormido en el asiento de atrás mientras el vehículo tomaba el ramal del Actur que se introduce en la autovía. 
     Las ruinas de las primeras casas aparecieron tras el cartel que indicaba que estaban arribando a Fonteros de la Sierra, al tiempo que el sol se ocultaba ya tras el Cabezo Palomo. El par de casas o tres que merecían el nombre de tales, por hallarse aún en pie, se recortaban en el horizonte despidiendo al día como fantasmas de un pasado caduco y descompuesto sin cobijar ya a nadie.
      —¡Señor, despierte! —decía el taxista conmovido y asombrado por lo que veía, preguntándose, animal de ciudad, como alguien podía vivir en un sitio así.
      Sin decir nada. D. Nicolás se puso la chaqueta y se apeó. Una sonrisa se dibujó entonces en su rostro al contemplar todo aquello de nuevo y respiró satisfecho. No soplaba la airera del Cabezo Palomo y el atardecer estaba calmo. Como si supiese que le quedaba poco, encaminó sus pasos hacia la cuesta del cementerio y, sin mirar atrás, cogió unas flores que crecían junto a la acequia. Sacando fuerzas de flaqueza abrió la pesada reja de la puerta del cementerio y las depositó mansamente sobre la lápida de la Elena. Tal vez rezase algo o sólo era que estaba hablando con ella; el taxista que le observaba atónito desde la entrada pudo escuchar “espérame, mujer, no tardo nada”.
      El sol ya no alumbraba, pero Nicolás se conocía a ojos cerrados el camino. Bajó la cuesta del cementerio y, apartando las hierbas que crecían en la puerta, se introdujo en el molino. No lo hacía desde que La Elena se fue. El taxista pensaba que estaba contemplando las andanzas de un fantasma, a no ser porque había estado hablando con él y lo había traído desde Zaragoza. Fue a buscar una linterna al coche para ir al encuentro de aquel extraño anciano y preguntarle si se quedaba allí o si marchaba y le pagaba la carrera.
    —Hay que joderse los marrones que me tocan —decía buscando en la guantera del taxi.
      El viejo aquel no salía del molino y no respondía a las voces del taxista que le llamaba desde afuera. Tras un rato de vocear sin ser respondido se decidió a entrar. Aquella vetusta construcción de adobe, cañizo y madera invadida por el abandono, parecía que podía venirse abajo en cualquier momento. Buscó entre el polvo, el abandono y la oscuridad y miró en derredor alumbrando con el haz de claridad de la linterna por doquier hasta que su luz se derramó sobre una antigua cadiera, en la que se hallaba sentado un viejo inerte que sujetaba en sus manos una foto añeja en la que, en la puerta de un molino, un joven molinero, su mujer y su hijo posaban risueños.


 





VISITA AL SANTUARIO                                                     Luis Martínez Pastor



Es un día cualquiera de entre semana. Es día de labor porque de lo contrario estaría cerrado, claro. Lo primero que me encuentro es una puerta de cristal y aluminio que me cierra el paso. La abro y a continuación hay un zaguán, en el que a mi izquierda hay unas cajas metálicas empotradas en la pared con sus correspondientes llaves prendidas en ellas. He de introducirme en una especie de urna de cristal, delimitada por dos puertas de cuyo correcto funcionamiento depende la seguridad de todo aquello. He visto cerrarse la puerta tras de mi y quedar encerrado como una res en el matadero. Temo que gases letales lluevan sobre mí. Afortunadamente no es así. Una voz mecánica me ruega que deje los objetos metálicos en las cajas de la entrada. He obedecido y, he dejado las llaves y teléfono en esos nichos de la pared. Menos mal que me he dejado la pistola y la metralleta en casa, pienso.

Por fin se me permite el paso a tan entrañable lugar. Me he acercado a una fila en la que varias personas aguardan turno para ser atendidos por aquel tipo con cara de cucaracha en dónde cuenta billetes con una máquina automática. No tiene ni que pensar. Tengo que esperar. Pongo la cartilla al día en esa máquina en cuya boca se ve la foto de  una chica sonriente ofreciéndome un plazo fijo a un suculento 0.25% TAE. Leo la publicidad que acompaña a la foto  Producto financiero para el inversor de perfil de Riesgo Bajo, dirigido hacia el Cliente Conservador que valora la seguridad en su inversión y que no desea asumir riesgos en el valor de la misma aunque éstos pudieran suponer optar a resultados superiores dada la inestabilidad actual de los mercados”. Mientras la puñetera máquina mastica mi cartilla miro a mi alrededor, veo mas carteles que prometen suculentos regalos (graciosos se supone) en forma de sartenes y ollas inteligentes a cambio de que dejemos allí el resultado de nuestros esfuerzos. No dice nada de que lo que luego harán con nuestro dinero. Nos lo volverán a prestar a cien veces el valor de las dichosas sartenes y TAES.

 Miro a los empleados cómo manejan ordenadores y teléfonos y no dejo de sorprenderme de la frialdad de cuanto me rodea. Veo acercarse al director de la sucursal y trato de sonreírle, pero pasa de largo sin verme. Ahora ya no soy nadie. Antes me recibía en su despacho y me regalaba bolígrafos y agendas. Siento cómo me desprecia con su indiferencia. Ahora ya no soy el propietario del próspero negocio del final de la calle. Ya no soy nadie. Ya no les intereso. Soy uno más. Veo más carteles y más publicidad pretendidamente gentil a mi alrededor. Veo a una vieja frente a un mostrador suplicando el aplazamiento de no sé qué pagos, a una pareja de jóvenes hablar con el interventor para detener una hipoteca o algo así. El paro, dicen ellos. Ingenuos. A esta gente le da igual. Sólo están aquí para ganar dinero. Todo se resume viendo el cartel que advierte que el pago en efectivo de recibos se efectuará de martes a jueves, en horario de 10.00 a 11.30 y sólo del 5 al 10 de cada mes cobrando una módica comisión de 2,5€ por recibo. Me pregunto si ha de ser con la con la luna en creciente o dependerá de si la marea está de bajada o si la bolsa se mantiene en los soportes del día anterior. ¡Qué cabrones¡

Veo cómo la chica que me precede en la fila se da la vuelta con la cartilla en la mano, tan vacía, pienso, como su expresión. Es mi turno. Advierto cómo el tipo de la máquina cuentabilletes recoge mi cartilla sin muchas ganas y me dice que qué quiero hacer. Partirte la cabeza, pienso, pero le digo amablemente que me explique el origen de varias comisiones que en el listado de la cartilla se reflejan. El tipo sin muchas ganas me explica que son comisiones de mantenimiento de cuentas, de tarjetas, y otras prebendas que de modo unilateral se asignan graciosamente. Bueno, si es así… pienso. Aunque también me da por considerar que si tienen un millón de clientes y con todos hacen lo mismo….

Con sentimiento de culpa saco doscientos euros. El tipejo ese me los da como si lo hiciera de su propio bolsillo. Salgo de allí casi corriendo. He de admitir que me dan tentaciones de hacer un hueco debajo de la baldosa de la cocina y guardar allí mis escasos recursos. Tal vez un día lo haga.







 



  EN LA RIBERA                                                              Luis Martínez Pastor


Áccesit "Relatos de primavera"  2009  (Asociacion cultural CFJ)



Los días comenzaban a alargar y el sol ganaba fuerza saliendo del letargo en el que parecía haberse sumido a lo lago de todo el invierno. La nieblas ya habían desaparecido y del mismo modo que el tiempo mejoraba y el día alargaba, D. Mariano encontraba su ánimo algo más alto.
—Lo malo de ser viejo —trataba de explicar a Tarzán de cuya correa se hallaba asido, como si el animal pudiese entenderle— es que te acuestas agotado y crees que ese cansancio habrá desaparecido por la mañana.

 La enérgica luz del sol incitaba a pasear y aquella tarde se sentía especialmente animado a dar una vuelta por los parques nuevos de la Expo. En breve se instalarían por allí mas empresas y los nuevos juzgados, dicen. Observó el río que bajaba algo más crecido que de costumbre reflejando el pabellón puente al tiempo que pensaba que más de uno se había llenado los bolsillos a costa de tanta obra. Sin embargo, para lo que sí que había servido tan glorioso evento era para limpiar las orillas del Ebro, de toda la mierda que habían ido acumulando a los largo de los años de dejadez y desidia y mejorar mucho el entorno, confiriéndole un aspecto moderno y saludable
Daba gozo ver a los niños jugando en aquellos parques repletos de extraños artefactos homologados con las pertinentes normas de seguridad para evitar riesgos y percances dolorosos para ellos, disgustos para las madres y denuncias por parte de estas ante posibles accidentes hacia los fabricantes de los mismos. Habría que recordar de vez en cuando que se trata de niños y estos se divierten de las formas más peregrinas y llevan el riesgo en su joven sangre. Si el propio Mariano en su niñez hubiese tenido algo más que una pelota de trapo o el mago roto de alguna azada para jugar, tampoco seguramente hubiese sido más feliz.
Encaminó sus pasos hacia la orilla del río en donde se habían construido una especie de gradas con escalón de madera y firme de tierra cubierto de una agradable hierba que invitaba a sentarse en ellos a los paseantes y contemplar la suavidad de la tarde que se desarrollaba ante sus ojos. La terraza del único kiosco que había sobrevivido a la expo era inaugurada aquel mismo día, merced al buen tiempo que por fin se decidía a surgir de las ya apagadas fauces del invierno. Tomó D. Mariano asiento lo más cerca posible de la orilla del río, en una mesa que con toda probabilidad nadie había usado aún y dejó que el leve cierzo y el sol vespertino acariciasen su rostro.
—Buenas tardes —dijo él por cortesía con un hilo de voz al individuo que se hallaba sentado en la mesa vecina y a quien apenas había visto debido al espectáculo que el río y la tarde le estaban ofreciendo.
—Si… buenas tardes… —respondió confuso el joven sin apenas moverse ni levantar la vista de la revista que estaba ojeando
Tarzán, dócil y fiel, se recostó a su vera y cerró los ojos agradeciendo también aquel sol que parecía no querer ocultarse tras el Moncayo mientras el joven levantaba la vista de lo que estaba leyendo subiéndose las gafas en el puente de la nariz y miraba al chucho con cara de molestia.
—Oiga… yo… —continuó diciendo con aire de enojo— …yo… estaba aquí antes y he venido precisamente a este lugar para estar solo, no cerca de este bicho.
—Perdone, jóven, pero este sitio es de uso público, estamos en el exterior y no puede echarnos de aquí.
—En ese caso, seré yo quien me marche –dijo soliviantado. Su rostro iracundo y enrojecido fijó la mirada en el perro que, ajeno a todo, dormitaba al sol.
            —¿Es por Tarzán? —Preguntó D. Mariano sintiéndose en cierto modo insultado por aquel extraño individuo—. Este animal es parte de mi vida. Me hace más compañía que cualquier persona. Sepa usted, amigo, que a mi edad es más fácil perder amigos que encontrarlos y él es ahora la parte mas importante de ella.

            —Mire, abuelo, me voy a marchar sin tener por qué. Detesto los animales de cuatro patas. Sobre todo los que van por ahí mordiendo, cagando y babeando. Nunca se sabe la reacción de estos bichos. —Argumentaba el joven muy seguro de sus palabras, dando a su discurso un aire aleccionador, al tiempo que su rostro se enrojecía, tal vez de ira contenida—. Además son fuente de infección, gérmenes y suciedad. Tenga usted cuidado, no vaya a ser atacado por él o caiga enfermo sin saber por qué. No dejan de ser bichos salvajes.
            D. Mariano no daba crédito a sus palabras. Observaba en silencio sin saber qué decir a aquel individuo quien pasaría ya de la treintena. Debía de dejar atrás por bastante del centenar de kilos, iba pelado casi al cero, tratando de disimular su calvicie prácticamente absoluta y vestía ropa cuidada, que aún sin ser de marca, por el aspecto límpido, planchado y oloroso de la misma que sólo una madre sabe entregar a estas cosas, presentaba un aspecto de inmaculada pulcritud y a la vez de nerviosa fragilidad pese a su corpulencia. El rostro del individuo, enrojecido y grasiento, parecía tejido de la misma substancia que el filete de ternera que había tomado a mediodía. Tarzán, ajeno a todo, dormitaba junto a la roja silla de plástico de Ámbar que ocupaba D. Mariano, mientras el camarero se acercaba a la mesa cansinamente.
            —Buenas tardes —dijo el muchacho sin muchas ganas mirando para otro lado.
            —Buenas son —respondió D. Mariano retrepándose en la silla mientras cruzaba las piernas y se debatía entre la cerveza o el cortado.
     —¿Seguimos hablando del tiempo o va a pedir algo? —sorprendió a D. Mariano aquel mozalbete quien no demostraba poseer tacto alguno para desarrollar aquel trabajo. Después dicen que hay paro, pensó.
       —Oye… —interrumpió de repente el joven de la mesa de al lado dirigiéndose al camarero, quien todavía no se había marchado pese a sus amenazas, sin dejar de mirar a Tarzán antes de que D. Mariano pudiese decir nada.
    —Qué.
    —¿Aquí se admiten animales?
  —No sé. Supongo… —dijo el muchacho sin dejar de observar y sonreír a las chicas de la otra mesa mientras mascaba chicle y quienes no dejaban de provocarle con risitas, miradas cadenciosas, provocadores parpadeos y besitos lanzados al aire.
—Una cerveza, por favor —acertó a decir el anciano.
—Va…
El chico se alejó cansinamente hacia la barra del Kiosco con la bandeja bajo el brazo como quien camina hacia el cadalso. El hombre del interior de la barra, quien sin duda debía ser su padre, le recriminaba su falta de atención o de ganas frente al trabajo. Le hablaba amenazante, levantándole el dedo índice en señal de advertencia mientras el chaval, ajeno a la perorata, no perdía de vista a las chicas de la mesa quienes se divertían a su costa.
—Dos euros —dijo fríamente al tiempo que depositaba el botellín sobre la mesa acompañado de un minúsculo platito con poco más de media docena de cacahuetes y volvía la cabeza sin cesar hacia la mesa de las chicas.
—Caramba, qué prisas —dijo D. Mariano ante la falta de profesionalidad de aquel muchacho cuyo rostro se adornaba con mas pendientes y anillos que los negros esos de los documentales de la tele y quien mostraba con orgullo una especie de tornillo clavado en la lengua cada vez que mascaba el chicle.
—¿Has preguntado al jefe si en la licencia de apertura del negocio dice algo sobre la admisión de animales? —preguntó muy interesado el joven aparentemente nervioso mientras enrollaba la revista fabricando inconscientemente un arma para defenderse ante un posible ataque del can que dormía plácidamente bajo aquellos suaves rayos de sol.
—No.
Sin decir nada más, el muchacho recogió el importe que D. Mariano le tendía y se alejó en dirección a la mesa de las chicas. El joven, por su parte, se sintió descolocado ante la indiferencia del camarero y, nervioso, extendió de nuevo la revista dando golpes con la misma en la mesa para tratar de aplanar las páginas arrugadas.
D. Mariano no dijo nada más. Quiso guardar silencio ante lo surrealista de la situación en la que se había visto envuelto y trató de distraer su vista mirando hacia el otro lado ignorando al tipo que hacía movimientos convulsos y extraños sobre la mesa al no poder alisar todo lo que él quería la revista con la que había formado un tubo. La cerveza estaba fresca y le sentó bien debido a lo acalorado de la situación y la tarde tan benigna, casi veraniega de la que estaba disfrutando.
El camarero se reía alegremente junto a las chicas con las que ya había intimado y quienes no dejaban de sonreírle, y hacerle carantoñas mientras él mostraba orgulloso los anillos, piercings, pendientes y demás chatarras que del rostro llevaba prendidas. La historia siempre es la misma, pensó D. Mariano. En cuanto una moza te entra, estás perdido. Recordaba cómo, en el pueblo, cuando trillaban en la era, ellas venían a observar, pero sobre todo a ser observadas. Les encantaba seducir. Miraban, reían, chismorreaban y hacían las mismas caídas de ojos que ahora. O parecidas. O en el río, o en el lavadero del pueblo. Se emocionó al recordar a la Carmen y a él mismo con la edad de aquellos chicos que retozaban con la ilusión y la energía de sus pocos años. Cambian las costumbres y las formas, pero la esencia no deja de ser la misma.
Sumido en sus pensamientos y con la mirada distraída en el grupito de niñas quienes amenazaban con devorar con la mirada al chico quien era requerido entre grandes aspavientos por su padre (o jefe) en el Kiosco, no advirtió que alguien había ocupado la mesa contigua a la suya.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes —respondió D. Mariano casi sin darse cuenta mientras volvía el rostro hacia el lugar de donde había surgido la voz. Unos enromes ojos del color del chocolate y unos tintos labios de musa que hablaban, sorprendieron al viejo que no se había percatado de su presencia—. Perdona, no te había visto venir, Amanda. Estaba… distraído.
—Yo sí y por eso me he acercado. Que buen sitio ¿verdad? ¡Y cuánta luz! Ya era hora que pudiésemos ver el sol. —Su rostro irradiaba tanta luminosidad como la tarde—. La verdad que con esto del cambio de hora, el día cunde un montón. ¡Camarero! ¡Un té!
—¿Cómo estás? —Preguntó con interés el viejo—. ¿Y Princesa? Veo que tan maja como siempre. Desde que os fuisteis del edificio creo que ya no nos hemos visto.
Los perros se alegraban de verse de nuevo. Ambos se olían con fruición reconociéndose al instante, por haber sido vecinos y por ende, padres de una camada que de la cual Amanda tuvo que hacerse cargo y pudo, con mucho trabajo, ir regalando por ahí sin necesidad de sacrificarlos como en un principio pensaban haber hecho.
—¿Quieres que hagamos más cachorros? —dijo bromeando él—. Al parecer a ellos no les importaría intentarlo de nuevo. Mira que contentos se han puesto.
—No, deja, deja —respondió ella derramando gracia de su rostro apartando la propuesta con la mano—. Ahora aunque Princesa quiera, ya no puede. Ya me encargué de eso. Una y no más. Aquello fue muy duro. Nada menos que siete. No. Es demasiado.
El joven, quien por fin había conseguido dejar la revista tan lisa como una tabla y casi sin letras ni fotografías de tanto estirarla sobre la mesa con la mano, no perdía detalle de la conversación ni de los ojos (bueno, ni de los pechos) de Amanda. Su rostro aparecía sudoroso y enrojecido, la boca no cesaba de gesticular al relamerse y sus ojos recorrían con delectación una y mil veces el cuerpo y rostro de Amanda. Se subía constantemente las gafas y trataba de alisar sin cesar un inexistente cabello pasándose una y otra vez la mano por el cráneo pelado.
—A mi me encantan los perros —babeó de repente el individuo.







      MICASA, MIS RECUERDOS                                           Luis Martínez Pastor



       Cuando se es niño, muy niño, no se tiene demasiado claro el concepto de lo que es una casa y de lo que representa. Sientes que perteneces a un entorno y que de alguna manera ese escenario te pertenece a su vez; una extraña simbiosis entre casa y niño se establece como producto de esa existencia íntima. No se puede concebir de otro modo aunque no se sea consciente de esa sensación.


       La casa tenía unas dimensiones extraordinarias. El pasillo era largo como un día sin jugar y separaba la casa en dos; de un lado una habitación y del otro el resto de la casa. Daba miedo recorrer tal distancia sin encender las luces. Los techos estaban tan arriba que daba horror mirar. La sola idea de que podía desplomarse sobre mi me asustaba de sobremanera. Las puertas eran pasadas como rocas y costaba moverlas tanto como a mi irme a la cama cuando se me ordenaba. Allá donde se hallaban mis escasos juguetes, en la habitación del final del pasillo, no era el mismo sitio en donde dormía, sino que mi cama, de aquellas de cabecero niquelado desnuda sobre el suelo, estaba en otro cuarto junto a la cocina. Ésta era húmeda y fría. Había feo mármol gris por todas partes. Los armarios eran de chapa de hierro pintada de blanco y daban mucho frío. Sólo salía calor del fuego del butano de la cocina y de ese artefacto horrendo y gris que colgaba de la pared amenazante sobre mi madre cuando fregaba los platos o cocinaba y que se encargaba de calentar el agua para que nos bañáramos, me explicaban.
          
       Aquella cocina comunicaba con una galería tendedor que daba a un patio de vecinos en cuyo interior se desarrollaban interesantísimas conversaciones a cerca de la calidad e los guisos en preparación o se aireaba a la vez que la sábana el último chisme de la escalera.
El hogar, la casa, el cado en donde mi madre y yo éramos felices se vino abajo de repente cuando en lugar de mi cama en la habitación junto a la cocina de mamá surgió sin saber muy bien de dónde una cuna con un ser pequeño, llorón y despreciable que me relegó de repente a la habitación del final del pasillo y cuya boca apenas despegaba del pecho de mi madre. Pude sentir de alguna manera que mi espacio había sido invadido y mi vínculo con mamá, roto. Desde entonces pasaba las noches en la misteriosa habitación del fondo del pasillo oscuro y frío a través de cuya ventana se podían ver sombras espectrales y horrendas que amenazaban una y otra vez con engullirme, formas aterradoras creadas por mi imaginación infantil y por las sábanas tendidas de la vecina de arriba que se movían al viento. Creo que mientras viví en aquella casa nunca llegué a comprender el porqué de haber sido deportado de aquel modo a la habitación maldita, condenado sin culpa a macerar mi soledad a aquel recoleto rincón siendo que yo estaba antes; debía haber sido aquel advenedizo personaje a quien, decían, debía de querer mucho por tratarse de mi hermana quien debería haber ido a la habitación de los horrores.
          La casa fue tomando sus dimensiones exactas, ya que no era inmensa sino un piso normal, como todos los otros, creo, que fue menguando en sus envergaduras al tiempo que ella y yo íbamos creciendo; su par de cuartos, el espartano baño, su cocina, su comedor y la habitación de mis padres que comunicaba con un balcón generoso en espacio y sol, en cuyo interior se desarrollaban juegos e ilusiones si el tiempo acompañaba. El balcon se asomaba aba a un enorme patio de manzana en donde pululaban a su antojo varios gatos a quienes mi hermana y yo pusimos nombres que ya no recuerdo.
        Nuestros amigos Juan José y Elena, hermanos también de nuestra misma edad, creo, vivían enfrente, del otro lado del patio, lejos, tanto que no entendíamos nuestras palabras y no comunicábamos por señas. A la señal convenida bajábamos a la plaza a jugar. Apenas pasaban coches y las aceras se hallaban libres de peligros. El barrio era como un pueblo y nos conocíamos todos hasta el punto que sólo con decir el nombre de alguien ya sabíamos a qué ventana debíamos de mirar antes de que el susodicho apareciese. Las madres cuyos pisos daban a la calle nos vigilaban desde ventanas y balcones y nos llamaban cuando era hora de cenar o de volver a casa.
         La hora a la que pasaba el panadero con su carro de mano de tres ruedas, porque entonces el pan se llevaba a las casas, constituía todo un acontecimiento, ya que D. Andrés repartía colines o mas bien trozos de ellos a la nutrida chavalería que se congregaba a su alrededor en espera de poder agarrar el trozo mas generoso.

      Un día Juan José y su hermana bajaron ala calle con un perro. Tambor. Fue la novedad en el barrio, ya que se daba la circunstancia de que nadie de la calle tenía uno, a excepción del oscuro D. Leonardo, relojero jubilado y soltero. Le hacía compañía, decía. No nos permitía jugar con él ni apenas tocarlo. Todos pensábamos que tenía miedo de que le hiciésemos algo malo al pobre animal. Era su única compañía. Murió el perro y al poco murió él también. De pena, decían las madres en el corro que se formó junto al portal.
En invierno no bajábamos a la calle a jugar. Entonces hacía bastante mas frío que ahora. Llovía y helaba con frecuencia y la calle, mal iluminada, se vaciaba de niños e ilusiones. Nos reuníamos en casa de Juan José y Elena o venían ellos a la nuestra. Nuestras madres eran amigas. Cuando nos visitaban mamá hacía chocolate y tostaba pan del día anterior para untar en el tazón. Aquello eran meriendas. La mesa de aquella fría cocina de mármol se tornaba en calidez cuando se rodeaba de niños hambrientos de ojos expectantes esperando aquel manjar como si de una fiesta de cumpleaños se tratase.r
          El invierno era duro y mágico e hicimos nuevos amigos en la escalera. Nos gustaba bajar de cuando en cuando a ver cómo D. Julio, el portero, trajinaba en el sótano con la caldera de la calefacción. Aquel artefacto se asemejaba a la puerta del infierno tragando paladas y paladas de carbón mientras despedía un calor sofocante. Sudaba y bromeaba D. Julio a cerca de los extraños seres de fuego atormentados que nos hacía ver en el interior del hogar corriendo en todas direcciones por entre las llamas amenazantes con cobrar tamaño y escapar del interior del fuego para capturar a cuantos niños estuviesen a su alcance. Sus palabras arrastradas y misteriosas unidas a la extraña sensación de inseguridad que proporcionaba las llamas de la caldera al iluminar intermitentemente toda la bodega y haciendo bailar nuestras sombras amarillentas y oscuras por techos y paredes, hacía que saliésemos de allí gritando y corriendo entre las risas de aquel buen hombre.
            El rellano era enorme y a veces sacábamos coches y soldados de plástico o muñecas para jugar con los nuevos vecinos que un día aparecieron tras la puerta del piso de enfrente hasta que el volumen de las voces de nuestros juegos subía tanto que las madres nos obligaban a entrar de nuevo en las casas para evitar ser amonestadas por el resto de los vecinos.
La novedad surgió aquel día, cuando en medio de nuestros juegos en el patio, apareció Doña Lola, la viuda del tercero, seria y distante aunque con frecuencia cordial, invitándonos a cuantos estábamos en el rellano a su casa a estrenar la tele en color que acababa de comprar. Nuestros ojos no daban crédito al ver el rojo pelo de Pippi Calzaslargas sentados en la alfombra del salón de su casa. No se movía un músculo, no se oía una voz. Todo era quietud y paz que tan solo se vio interrumpida por un fuerte aplauso al final del episodio.
         Aquel creo que fue uno de últimos días que pasamos en la casa. Al poco tiempo, mi padre y un par de compañeros de trabajo desmontaron muebles y enseres cargándolos en un camión para ir a vivir a otro piso mas grande y moderno que nos explicaron a mi hermana y a mi haber comprado; pasábamos de inquilinos a propietarios. Toda nuestra infancia, amigos, ilusiones y muchos juguetes quedaron allí, como símbolo de cambio, comenzando una nueva vida.






    CARTA DE DESPEDIDA                                                 Luis Martínez Pastor

Siempre acaba siendo cierto lo que dicen; que si te detienes, acabas cayendo. O te pudres, o te oxidas, o te entra la artrosis. En mi caso es absolutamente verídico. Lo sé. Lo siento hasta lo más profundo
de mi ser. Es algo intrínseco a mi naturaleza. Si avanzo, si sigo hacia delante, soy capaz de llevarte conmigo y nos damos fuerza mutuamente, y soy yo entonces quien establece una especie de simbiosis que hace que la energía que me das sea capaz de devolverla multiplicada siguiendo hacia adelante. Siempre hacia delante. No me importa ni a dónde ni cómo. Siempre hacia adelante. Contigo.
En cambio, cuando paro, cuando detengo mi camino, me siento desfallecer. Necesito un apoyo, algo o alguien en quien confiar mi ánimo para que no acabar por los suelos. No pienses ahora por eso que soy blanda, ni poco firme, ni de esas que se creen que todo lo saben porque son capaces de llegar hasta el final. No. No soy de esas. Ya me conoces Me considero corriente y sin embargo capaz de todo, pero no puedo hacerlo sola por mucho que me empeñe. Necesito de alguien que me guíe en el camino, de una persona que sepa a dónde nos dirigimos, cual es nuestro destino, como normalmente sucede, una trayectoria en común. Tuy yo. Yo y tú. Y así fue durante mucho tiempo.
Desde que comenzamos nuestra vida juntos me dio por pensar que lo nuestro sería para siempre, que nuestra relación se prolongaría mientras nos mantuviésemos con vida. Tu y yo. Yo y tú. Pensé que las sugestivas formas de mi cuerpo que a lo largo de los años apenas han cambiado, serían de tu agrado por siempre, como el primer día que de mí te prendaste, renunciando a otras muchas que te fueron presentadas por aquel tipo. Te cautivé. Me sentía importante y creadora, siempre con ganas de seguir adelante, contigo, junto a ti, porque sin ti, mi existencia no debería tener sentido. Qué felices éramos recorriendo juntos miles de veredas. Llegué a comprenderte muy bien, mejor que a mí misma; conocía perfectamente tu cara y tu culo identificándote como una parte más de mi ser, como la parte mas importante de mi alma. Yo te sostenía siempre y tú curabas mis heridas. Éramos el uno para el otro. Todo un equipo.
Sin embargo, todo cambia. Las modas son efímeras y lo que antes era válido y bello ya no lo es. Nunca te dí problemas de importancia y no me gustaría pensar que, por ello, tuviste que buscar a otra. No contento con eso, nos hiciste convivir juntas en el mismo cuarto durante algún tiempo, y salías con ella, y a mi me abandonabais en las sombras mientras marchabais en busca de nuevas aventuras mientras poco a poco me fuiste olvidando. Cuánto lloré en la oscuridad, sola, pensando en qué estaríais haciendo por ahí. Por qué tuviste que buscarte a esa quien, callada a cada regreso, jamás me dedicó una palabra de aliento. Tampoco tú fuiste capaz de disculparte ni de darme la mas mínima explicación mientras ahogaba mis penas en soledad. Me ignoraste completamente.
Sin embargo, un nuevo sol amaneció, esta vez, sólo para mí. Llegó alguien y me quiso y me llevó con ella, otra persona que me ha hecho revivir rescatándome de aquellos días amargos. Tu amiga me acogió no sé si con cariño o resignación (he acabado por acostumbrarme a su culo pomposo) y ahora ella y yo somos una. Sé que me quiere, aunque sólo a su manera. Y yo he de quererla a ella, no sé estar sola, acabaría muriendo de pena. No, no me quiere como tú, ni yo a ella, tú fuiste el primero y me enseñaste lo que sé. Ella me utiliza. Para ella solo soy un mero instrumento, pero para mí es suficiente. Es lo que tengo. Prefiero esta relación y seguir viviendo, avanzando día a día con ella a cuestas que no aguardar día tras día en el vientre húmedo y oscuro de un cuarto trastero esperando a que la otra llegue a contarme aventuras miles junto a ti vividas. Prefiero recorrer la ciudad y envejecer así.
Adiós, tío. Nunca te olvidaré. Pero por favor, nunca vuelvas a poner tu culo en mi sillín.






Las primeras nieves  4 de noviembre de 2010

Salí dirección Huesca emprendiendo viaje en coche a casi las diez de la mañana ya que tenía que dejar resueltos asuntos antes de salir. Era miércoles y dirigiéndome el norte avisté feas nubes en el horizonte que hacían presagiar tiempo desapacible, tal y como la predicción había anunciado. Algunas gotas mojaron el parabrisas pasando Almudévar y después divisé Huesca, con Sierra de Guara tras ella cubierta de pegajosas nubes oscuras que se agarraban a las cimas como los piojos a las cabezas de los niños. Llovía un poco cuando pasé el puerto de Monrepós con sus obras y sus máquinas destrozándolo todo para mayor confort de automovilistas. Ya casi nadie se acuerda de cómo era antes, antes de las primeras reformas, con estrechos túneles, curvas inmensas y cuestas que los sufridos coches de antes les costaba trepar. Las obras me acompañaron hasta Sabiñánigo, en donde tomé el desvío hacia el Valle de Tena. Desde finales de verano no andaba por ahí y no veía sus montañas que se ya habían vestido de otoño. El amplio valle me recibió generoso mostrándose en todo su esplendor. El Oturia, Peña Foricón , Punta tres pinos, Os Forcóns a mi derecha y punta Gué, Peña Argisal a mi izquierda entre otras, se cubrían con nubes espesas agarradas como boinas blancas a sus cogotes. Salía el sol de cuando en cuando, había llovido en el valle y éste aparecía escoscado y brillante como un niño recién bañado. Los lomos de las montañas cargaban con bosques infinitos que lucían colores imposibles. Amarillos violentos, verdes brillantes, ocres y marrones valientes, todos distintos, todos iguales. El Otoño es así. Es la estación de los poetas y los fotógrafos.
Paso Bisecas, la ermita de Santa Elena parece saludarme desde el risco, el pantano de Búbal a la derecha -que casi nos hemos bebido ya-, lucha por llenarse merced a los barrancos y al Gállego que vierten sus aguas impenitentes en él. Llego al cruce de Panticosa y sigo recto y tras atravesar el pueblo de Escarra y su túnel me conduce directamente al tramo de carretera que rodea el pantano de Lanuza, con Peña Foratata y Sallent al fondo coronando la postal. Está casi seco también, mostrando impúdicamente sus barros marchitos. Tal vez las nieves y la lluvias lo vuelvan a llenar a lo largo del invierno.

Tomo el desvío a la derecha que me conducirá al pantano de La Sarra tras pasar algunas casas y hoteles de las afueras del pueblo. Esta es la antigua carretera que conducía desde Sallent a Francia. No había otra. Se construyo la nueva, al otro lado del Gállego cuando la gente comenzó a esquiar en Formigal.

Tras conducir unos minutos más llego al pantano de La Sarra, en donde dejaré el coche junto a un restaurante-merendero que ya comenzó su letargo invernal.

Parece que el tiempo da tregua. Las nubes corretean por el cielo y de cuando en cuando el sol me hace guiños. Me pertrecho de lo necesario y emprendo camino tomando la senda que nace junto al puente que cruza el río Aguas Limpias, ascendiendo por su margen derecha. Unos carteles con mapas de la zona y sus principales cumbres así como una explicación didáctica sobre los glaciares de la zona, indican la dirección a seguir para llegar al refugio Respomuso que se halla a dos horas y media de distancia.

Al principio, el camino atraviesa prados y pastos en donde rebaños de vacas dan buena cuenta de hierba abundante. Tras caminar un rato la lluvia hace por fin acto de presencia. Mucho había tardado. El agua que cae del cielo tiende una cortina gris a lo largo de todo el valle. Es una lluvia fina, rebelde, díscola, que te persigue y casi no te moja, un chirimiri, un calabobos que aparece y desaparece a lo largo del camino una y otra vez como un niño travieso que sólo quiere jugar.

Llego al Llano de Tornadizas. El bosque está precioso. El otoño se muestra en todo su esplendor. Recorro sus entrañas y las hayas se muestran casi despojadas de su traje estival mostrando sus carnes de madera desnudas al viento y a la lluvia, tapizando con sus hojas el suelo que piso que, a revueltas con el agua forma un cieno que inunda el camino y amenaza con tragarme en algunos tramos. Sigue lloviendo, escucho los sonidos del valle, arrecia, para, vuelve a llover, el agua escurre por mi cara y me protejo con el capuchón. Las nubes van y vienen dejando entrever pedazos de cielo desabrigado a través de los cuales el sol me sigue saludando. El libro guía es preciso; una hora hasta el Paso del Onso por donde el Barranco Garmo Negro vierte al Aguas limpias. No queda rastro del puente, sólo los bloques de cemento en donde este se asentaba y un par de tablones que alguien ha cruzado sobre el torrente para poderlo atravesar. Durante todo el camino no he dejado de ver agua y agua, arroyos y barrancos infinitos de cursos inverosímiles que forman saltos y cascadas preciosas a veces inundando el camino, como queriéndome acompañar en este paseo. Las hayas me vuelven a sorprender en Llano Cheto y El Paso el Pino. Formas espectaculares y caprichosas de algunos ejemplares. Imposibles de describir. Ramas y raíces que se confunden entre sí sin saber si son una cosa u otra. Apariencias y maneras imposibles, como fruto de la mente de un loco. Las avalanchas de nieve y rocas que provienen de los escarpados picos circundantes, golpean sin piedad sus cuerpos que luchan año tras año por sobrevivir echando brotes nuevos como pueden, para se golpeados de nuevo al año siguiente. Quien osa crecer en este valle está condenado a ser un tullido o a morir en el intento.

Me encuentro de repente la indicación que señala el camino que se debería tomar de querer ascender al pico Arriel, que no es mi objetivo, por lo que sigo por el camino soportando esta lluvia traviesa hasta que un poco mas adelante, clavado en la pared –cosa poco usual en montaña- que me indica el desvía hacia los Ibones de Arriel. Me vuelvo hacia atrás a contemplar el camino andado. Me gusta de vez en cuando echar la vista atrás y ver cómo será el paisaje a mi regreso. Veo el valle que se abre a mis pies, pudiendo divisar a tramos el caminito que me ha traído hasta aquí, y tratando de otear a través de las cortinas lluvia que cuelgan del cielo, me parece divisar el culo de Peña Foratata recortándose en la lejanía.

A los pocos minutos de haber tomado el desvío que me llevaría según el mapa a Los ibones de Arriel, atravieso un par de pasos pelín aéreos y justo que en ese instante, a esa altitud, la lluvia traviesa, se convierte en nieve que comienza a caer, cerrándose el cielo como a candado. Aquello ya iba en serio. Las primeras nieves ya están aquí.

Sigo ascendiendo atento a no perder el rastro que, vuelta aquí giro allá, se va haciendo cada vez más invisible. El camino, no obstante está bien marcado. No faltan marcas y mojones en todo su recorrido. Es como para tontos –tal vez supiesen que yo iba a venir por aquí-. Sin embargo y pese a todo, al llegar a un inmenso canchal de roca de granito que a lo largo de los siglos se ha ido desprendiendo de las cumbres, pierdo la pista. Miro el mapa y busco puntos de referencia mientras la leve nevada se va convirtiendo poco a poco en feroz ventisca. Miro a mi alrededor contemplando únicamente el monótono caos que me rodea; las nubes todavía están altas y no hay niebla debido al viento que casi me arranca de las manos el mapa. Gato con guantes no caza. No, no me hallo. Trato de buscar marca o hitos o algo que me indique por donde debo de seguir. Me he desviado mucho hacia el oeste, cuando debería haber ido más al norte. El tiempo se está poniendo muy feo y comienzo a tomar la decisión de volver sobre mis pasos a tratar de buscar el camino de abajo que me llevaría directamente al refugio, cuando de repente les veo.
Allí están. Inmóviles, observándome desde una discreta distancia ajenos al temporal. Son así. Alrededor de una docena de sarrios me miran y yo a ellos. Huidizos, se sorprenden tanto como yo del frugal encuentro, sin embargo parecen saber el camino a seguir. Se van mas abajo, a la derecha, bajan más buscando un collado y apenas puedo verlos ya, pero un rezagado a escasa distancia, tal vez a un tiro de piedra, parece hacerme un guiño para que le siga. Tras haber descendido unos metros a través de este laberinto pétreo, un hito de piedra aparece ante mi vista. Respiro reconfortado y entonces aprecio cómo al nieve parece haber dibujado de blanco el camino a seguir. Los sarrios desaparecen tras una loma y yo encuentro al fin el rastro que me llevará al ibón bajo de Arriel.

Cuando lo alcanzo, la ventisca es terrible. Me protejo como puedo. La cabecera del pequeño embalse se halla entre dos paredes de roca formando un estrecho collado que hace que el viento sople con fuerza desmedida. Me protejo del viento y la nieve que se arroja sobre mi tras una pequeña construcción que alberga la tajadera de funcionamiento de la pequeña presa. Recoloco mis ropas y mochila abrigándome un poco más, sacudiendo la nieve que casi me cubre por completo confiriéndome un aspecto desolador. Busco con la mirada, lo que el viento y la nieve me dejan entrever, el camino que me conducirá hasta la presa y refugio de Respomuso. Consulto de nuevo el mapa y decido emprender de nuevo la marcha por lo que parece una vereda cubierta de nieve al otro lado del barranco. Mis pies dejan una profunda huella en el suelo nevado que el viento se encarga de borrar casi de inmediato. Comienzo a sentirme cansado. ¿Y si este no es el camino correcto? ¿y si tengo que desandar lo andado de nuevo? ¿Tendré resuello suficiente? ¿Se me hará de noche en el intento? Miles de posibilidades se agolpan en mi mente tratando de resolver el dilema que se presenta ante mí. Miro mi reloj. “Tiene que ser por aquí, si, tiene que ser”. Me quedan apenas un par de horas de luz. Si es el camino me dará tiempo de llegar al refugio, si no lo es, tendré que desandar lo andado y dudo que sepa encontrar el camino de regreso entre la ventisca y la oscuridad. Decidí seguir adelante. El camino que estaba siguiendo no ascendía sino que por el contrario bajaba, tal y como había interpretado en el mapa.

Más de una hora me moví entre la ventisca, rodeando la escarpada montaña bajo la cual me hallaba, contemplando a mi paso monstruosos pinos deformados por las avalanchas de nieve y piedras confiriéndoles formas fantasmagóricas agarrándose a la vida hundiendo las raíces entre las rocas, pude ver, en la distancia, la ansiada presa del embalse. Respiré aliviado. Llegaba a tiempo. Todavía quedaba más de media hora de luz y la ventisca amainaba por momentos protegido por la cara sur-oeste del Frondiella que hacía que apenas nevase ya.

Llegué hasta encima del embalse y protegiéndome del viento en el porche de la ermita que hay junto a la presa, hice acopio de energía comiendo y bebiendo algo. Estaba a escasos quince minutos del refugio, tiempo más que suficiente para permanecer ahí sacando unas fotos y contemplando la velada postal que se ofrecía ante mis ojos. Mirando al fondo del pantano se podían mediover las pirámides de las Fachas entre la niebla en la lejanía.

Cuando llegué al refugio estaba comenzando a anochecer. Me quité las botas a la entrada y me puse unas chanclas que, destinadas al efecto se hallan dispuestas en el zaguán para no poner todo perdido de barro y nieve. El guarda salió por ahí al rato casi sorprendido de recibir visita un miércoles, en solitario y con la que estaba cayendo.

—¿Eres tú el que ha llamado que vendría? —dijo mientras encendía las luces del comedor con gesto mecánico.

—El mismo —respondí— y deduzco por tal afirmación que estamos solos tú y yo por aquí.

El refugio es de reciente construcción. Fue uno de los primeros que la FAM construyó y acondicionó convenientemente dotándolo de servicios de calidad. Consta de dos edificios casi gemelos que albergan todo lo necesario para una confortable estancia. Al entrar nos reciben las taquillas dispuestas a ambos lados del pasillo que conduce al comedor. Éste es amplio. Una docena de mesas con sus correspondientes bancos se hallan repartidas entre las dos estancias que lo conforman. En una de ellas se encuentra la televisión, la barra de bar que comunica con las cocinas y los radiadores, razón por la cual se ha dividido por la mitad. Todo cuanto veo es de madera de pino, incluido el friso que cubre las paredes hasta media altura salpicadas de fotografías de gestas montañeras, picos, lugares idílicos y mapas de la zona que contrastan enormemente con un corcho en el que se han pinchado instantáneas de los pioneros del pirineismo moderno ataviados con ropas y material de hace medio siglo. También a modo de bucólico recuerdo puedo contemplar en la pared junto al ventanuco que comunica con la cocina, un pequeño museo. Se trata de material de montaña y escalada de los que utilizarían nuestros padres y abuelos. Esquís de madera, cuerdas de escalada confeccionadas con cáñamo, crampones de forja hechos con herraduras, raquetas de nieve de madera, material artesanal de escalada; spits, buriles, mosquetones, clavos, toscos fisureros, un piolet de madera y forja e incluso un caso con una inscripción datándolo en 1967 y utilizado por Urzi e Ibanzo en la primera invernal por la cara norte del Vignemale.

Se hace extraño estar en un sitio como este. Solo. Todo para mí. Era un poco lo que venía buscando, por depurarme un poco de las prisas de la ciudad. Deambulo por el edificio viendo sus instalaciones y sintiendo las gélidas corrientes de aire que cruzan por doquier, mientras me esfuerzo por escuchar como cae la nieve afuera, en la oscuridad.

Tras dar buena cuenta de exquisitos manjares de montañero a base de lata de sardinas, culo de chorizo y frutos secos, a eso de las diez, Javier, el guarda dijo que era hora de ir a la piltra. Apagamos todas las luces del refugio y, pertrechados con sendos frontales, subimos a dormir. Soy un gran friolero, sin embargo, dormí con suavidad durante toda la noche, pese a que en los dormitorios no hay calefacción y no pasaríamos de tres o cuatro grados dentro del edificio lejos del alcance del efecto de los radiadores del comedor mientras, fuera, la nieve caía dulcemente. Estos sacos modernos son asombrosos.

Durante la noche, algún gracioso había estado espolvoreando de azúcar todas las montañas que nos rodeaban, confiriendo a todo el paisaje un dulce aspecto invernal. Las primeras nieves habían llegado para quedarse. Sentí el aire fresco, más bien gélido, de la mañana al abrir la ventana. Había parado de nevar y el día, pese a estar nublado, tenía una luminosidad especial; el reflejo de la nieve hacía que todo reluciese como iluminado por una mano misteriosa que hubiese derramado por todos sitios una claridad cegadora.

Después de desayunar y despedirme de los guardas del refugio, me decidí a dar la vuelta al pantano circunvalando el valle todo alrededor por no bajar directamente; quería alargar un poco más mi estancia por esas altitudes disfrutando de estas primeras nieves del año y sentir el crujir bajo mis pasos.

Emprendí camino en dirección a la cola del pantano con intención de rodearlo e ir en busca de un sendero que se hallaba al otro lado del circo y que conectaba con la presa, donde partía el camino de descenso hacia La Sarra. Tras un rato de caminar, subir y bajar entre las rocas y buscar el camino oculto bajo el manto blanco llego al refugio vejo de Piedrafita. Se trata de una antigua construcción muy bien conservada que servía de resguardo antes de construirse el nuevo que actualmente se encuentra cerrado en estado de semiabandono. Ha comenzado de nuevo a nevar levemente y me protejo junto a una de sus paredes para echar un trago de agua y ponerme bien el gorro. La humedad de la nieve se cuela no sé por dónde. Dirijo ahora mis pasos hacia la derecha buscando el camino de regreso situado al otro lado del valle que diviso en la lejanía, para lo cual he de destrepar una loma y posteriormente cruzar varios arroyos que vierten su aguas en la cola del pantano buscando dónde poner el pie para no mojarme demasiado, ya que vienen bastante crecidos y las aguas cubren casi todas la piedras que deberían asomar por fuera.

Después de atravesar los tres torrentes asciendo por la ladera en busca del camino, llano, que me conducirá a la presa por su parte izquierda. Lo encuentro tras unos metros de ascensión que me parece una blanca autopista por lo evidente de su trazado. Lo sigo durante un rato más. Mis cálculos han sido correctos: la vuelta al embalse me ha costado algo menos de hora y media. La nevada arreciaba por momentos. Los copos eran gordos, grandes y corpulentos. Nevaba sin viento y de tal modo que la nieve se pegaba al cuerpo y a las ropas como las carruchas en primavera. Atravesé la presa bajando hasta el cauce seco don de se suponía que debía de nacer el río Aguas Limpias. Sin embargo, ni una sola gota escapaba de detrás de aquella pared, son sus tributarios los que le aportan todo el caudal que vemos correr alegremente más abajo. Después de caminar durante algo más de media hora y resbalar en varias ocasiones, llego a la bifurcación que tomé el día anterior para subir a los ibones. El paisaje era completamente distinto; aparecía cubierto por una capa de nieve de más de un palmo de espesor que parecía que alguien había disfrazado el paisaje para la ocasión.

Las hayas de Llano Cheto también se habían calzado ya su traje de invierno. Allí donde la nieve podía agarrarse, en cada rama, en cada protuberancia del tronco, en cada brote, había dos dedos de nieve aferrada como garrapata a cuello de can. Incluso las hojas del suelo que tan solo unas horas antes lo dominaban todo, habían desaparecido ocupando su lugar una gruesa capa de manto blanco tomando el relevo de un día a otro. Cuán cambiante es la naturaleza, la vida y las conciencias.

Después de bajar todo el camino vestido de blanco impoluto y nevando sin parar, pensaba en la suerte que había tenido en poder elegir el día del año en el que se ha producido la primera gran nevada y yo, testigo de excepción, estuve allí para poder verlo y contároslo a mi manera.


LUIS MARTINEZ PASTOR
(Escritos desde las cumbres)