Ayer, víspera de reyes, tuve que participar activamente en la Cabalgata Real que tuvo lugar en una de las localidades de nuestro territorio. No, no me disfracé de Rey Mago, ni de paje, ni siquiera de camello. Corrieron por mis manos otro tipo de responsabilidades más técnicas y organizativas en vez de eso.
Las calles por las que desfiló la comitiva estaban atestadas
de niños y no tan niños que, expectantes e ilusionados, aclamaban a los Magos y
a su séquito a su paso, con la esperanza de que ese juguete, regalo o parabién
tan deseado, llegue por la noche hasta sus balcones.
Pensé entonces que, por un momento, todo era posible. Me
retrotraje en el tiempo y me imaginé a mí mismo, bastantes años atrás en el
lugar alguno de esos niños con ese mismo deseo que, sin duda, se cumpliría en
unas pocas horas. La figura de los Magos, el ambiente fantástico de la troupe
que los acompañaban y la oscuridad de la noche iluminada por las luces de
Navidad que pendían de los árboles, hacían que durante unos minutos todos nos
atreviésemos a soñar ser niños por unos instantes. Ese recuerdo, esa ilusión y
ese sentimiento pervivirán en los más pequeños para siempre por muchos años que
pasen y por mucho que crezcan. Y, claro, serán ellos quienes transmitirán esa
misma tradición a los suyos con el pasar del tiempo y despertarán esa ilusión
mágica por siempre. Generación tras generación.
Ni qué decir tiene que Sus Majestades no han visitado mi
balcón (no he debido de portarme bien), en mi casa hemos tenido que ser entre
nosotros mismos quienes hayamos suplido su visita, porque una noche como esta
es para recordar que la magia, de alguna manera, existe.
Así somos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario