EL PROGRESO, RELATO FINALISTA DEL CERTAMEN 5 Noches 5Villas


El pasado viernes día 10 de mayo tuve el privilegio de ser uno de los 4 finalistas del I Festival Literario Nacional 5 Noches/Cinco Villas que celebraba su jornada inicial en la localidad de Urriés.
Con Espido Freire, presidenta del jurado
Con Espido Freire, ponente y presidenta del jurado

  El encuentro fue muy fructífero y entretenido, rodeado de amigos y amantes de las letras. Tuvimos una visita guiada por el propio alcalde D. Armando Soria y recibimos a Espido Freire con quien conversamos sobre su libro “La historia de la mujer en 100 objetos. Por la tarde tras la proyección de la película “Alcarrás” tuvimos una mesa redonda sobre su temática de nuevo con Espido Freire, Belén Elisa Díaz, catedrática y directora del certamen y la poeta Rosana Acquaroni.


Por la noche, en la gala de entrega de premios del certamen de la mano de Espido Freire, disfrutamos de un recital de poesía de Rosana Acquaroni, de la proyección de uno de los documentales candidatos a galardón y de la lectura de los trabajos de aquellos que optábamos como finalistas a las modalidades de poesía y relatos. Finalmente el primer premio en la modalidad de relatos se fue a Madrid con “Cosas de bichos” de Juan L. Utrilla.

Podéis ver el video completo del acto en

https://www.youtube.com/live/uGoW9gjyu2E?si=D9 EmVTKV1qLDsEBv





 Relato finalista en el certamen

 5 Noches/Cinco Villas 2024 




EL PROGRESO

 

D. Andrés y el señor Juan pasean calle abajo, camino de la plaza a echar la tarde. Planascaldas se había convertido en un lugar doliente en donde vivían apenas una docena de viejos y otros tantos valerosos que todavía se empeñaban en vivir de la tierra. Entre todos parecían afanarse en que el pueblo no desapareciese, como otros muchos de los alrededores que habían fenecido al mismo tiempo que el último de sus habitantes. El verano sembraba algún tipo de esperanza cada año cuando se decidía a arrancar y algunas casas cerradas durante el invierno se ocupaban por unas semanas. Curiosamente, las más humildes eran las que estaban habitadas por esos heroicos supervivientes, siendo las otras, que en mejor estado se encontraban, las que sus anónimos y distantes propietarios usaban solamente durante esos días de agosto.

El pueblo conoció tiempos de mayor esplendor hace mucho más de medio siglo, cuando los Señores Aranda eran propietarios de todas las tierras que podían verse desde Cabezo Palomo hasta el río y sus ganados levantaban grandes polvaredas por los caminos. Los carros y las caballerías no paraban de ir y venir del molino a la estación y de la estación al molino de los Aranda, a día de hoy convertidas en ruinas invadidas por la maleza y el abandono. El mismo día que partió el último tren desde la estación y las vías dejaron de tener función, comenzó el ocaso. Los árboles que han ido creciendo en medio de las traviesas son testigos de un declive en desigual lucha contra el progreso que viaja en sentido contrario al que todos hubiesen deseado. Los Aranda se marcharon, dicen que arruinados, dicen que a América y dicen que llevándose todo cuanto pudieron. Dicen muchas cosas de ellos.

No tardaron mucho los tejados de Torre Aranda en venirse abajo, quedando apenas paredes desnudas y ventanas desoladas en medio de la nada. Poco duró también la escuela en el pueblo a la que, en sus mejores tiempos, treinta o cuarenta chavales aprendían letras y números con don Cosme o doña Mercedes. Y cuando Mosén Damián murió, ya no mandaron otro párroco al pueblo, sino a un cura sudamericano algunos domingos a celebrar la misa. Ni qué decir tiene que no hay ni médico, ni tienda, ni bar, ni nada de todo aquello que Planascaldas tuvo en sus buenos tiempos.

—Me ha dicho la Marcelina que han venido tu hija y los nietos—observa Juan—. A ver si paso por tu casa a verlos. Igual ya no los conozco. Se habrán hecho muy mayores.

—Sí. Van a pasar unos días por aquí —le responde Andrés—. Ya tienen fiesta en la escuela, la hija está todo el día con el “ordeñador” ese y casi no sale de la casa. Teletrabaja, dice, y se queja del “entrinet” ese que no le funciona bien. No sé cómo se puede trabajar así, si eso es trabajar, claro. Por lo visto tiene que acabar unos informes y no sé qué líos más antes de llevar a los chicos con su padre a la capital; que le toca tenerlos para las vacaciones o yo qué sé. Desde que se han separado no levanta cabeza. No entiendo nada. Dichosas separaciones y arrejuntamientos. Los zagales son tan grandes como haraganes. Se tiran todo el día viendo la tele o jugando con la “platesion” esa o algo así; un aparato que se conecta al televisor y se ven guerras y fútbol. Cualquier día se les cae el techo del comedor en la cabeza.

—Pues parecido a los míos, que tampoco salen de la casa, como mucho al corral. No les da casi ni el sol. También dicen que aquí no hay nada qué hacer y que se aburren. Y que hace mucho calor. Ni al huerto quieren acompañarme, que hay moscas y bichos. A sus años ya me ganaba yo con las ovejas lo que me comía, que era bien poco.

—No son poco “delicaos” ahora, joder. Ya me gustaría a mí ver corretear por aquí a esos canallas —se lamenta Juan—. Daría alegría tener chicos cundiendo por la calle, jugando y oírlos gritar todo el día, como hacíamos nosotros. A mis nietos tampoco les da el aire; están todo el día jugando, largos en el sofá, con esas maquinicas que has dicho y que manejan como demonios. Dicen que no hay nada qué hacer en la calle, que están mejor adentro.

—Joder, ¡que se aburren! Lo mismo que los míos. Les he dicho de bajar al río a tirar piedras o coger ranas y su madre me ha dicho que estoy loco, que les pasará algo, que ni se me ocurra. Que se queden donde están y que me vaya yo si quiero. ¡Como para mandarlos a trabajar como hacíamos nosotros a sus años..!

—Estamos criando una generación de flojos. Si viene una gorda, ya veremos cómo sobreviven. Ni pelarse una manzana saben.

—Los míos, es que ni se la comen; dicen que eso no es comida. Solo bollos de esos de chocolate y patatas fritas de bolsa que les da su madre.

Mariano y la Basilia aguardan en los bancos de la plaza, bajo la sombra del nogal a los demás viejos para entretener el rato. Ellos también esperan a que sus hijos vengan el fin de semana a verlos.

—Nada, que no hay remedio. El pueblo se muere —sentencia Andrés.

—¿Qué es eso de que el pueblo se muere, Andrés? Eso no es verdad. Estuvo a punto de morir una vez, cuando lo de los Aranda, pero ahora no —protesta Mariano que solo ha escuchado la última parte de la conversación—. Mira: nos han hecho un parque con columpios de colores para que los zagales jueguen y muchas casas se están arreglando. Fíjate: la del Isidro la han reformado los hijos. Hasta placas solares de esas han montado en el tejado y están poniendo una puerta que no la tira ni un tractor. Tenemos farolas nuevas en la plaza y los de la diputación han dicho que pronto harán una piscina y todo.

—Sí. Es cierto que están arreglando algunas casas y que tenemos un parque “pa” que los chicos jueguen —interviene Juan—. Pero, ¿quién vive en esas casas tan “arregladicas”? ¿Quién juega en este parque? ¿Quién se bañará en esa piscina que dicen que van a hacer, o quién pasará por aquí por la noche a la luz de esas farolas? Nadie, Mariano; nadie. Nosotros acabaremos con esto y como mucho vendrán forasteros a meterse en esas casas unos días para el verano y el resto del año, vacías. Y eso que ya no caen esas nevadas de antes.

—Hombre, visto así… —admite con derrota.

—Ninguno de los que estamos aquí haremos uso de todo esto. Mira: un letrero que explica la historia de nuestra parroquia que solo se abre para el Santo de agosto y una placa que se ilumina por la noche que dice quien mandaba cuando la restauraron. Mierda “pa” ellos —vuelve a protestar Juan señalando la iglesia con la cabeza—. Más les valía poner un médico o abrir el bar.

—Es que no se ven ni chicos por las calles. —insiste Andrés—. Cuando éramos críos no parábamos. Ayudábamos en el campo, o con los animales y luego íbamos al río, o a hacernos cabañas en los ribazos, o a joder nidos, o a pescar ranas, o… lo que sea. Nunca estábamos aburridos.

—Y además no nos pasaba nada. Y si te hacías una cuquera, te ponías la boina para que no la viera tu madre y te renegase.

—O si te cascaba el maestro o el cura, en casa te caía otra más gorda aún—reconoce Simón—. Ya no hay autoridad. Los chicos mandan ahora más que los padres y no saben ya qué pedir ni qué hacer. Son unos “malcriaos”. A mi padre le llamábamos “padre” y de usted, y bastaba con una mirada suya para “que temblase el misterio” y se hiciese lo que se tenía que hacer.

—La primera vez que salí del pueblo tuve que dejar la hoz para coger el tren que circulaba por esa vía. La Guardia Civil no me dejó ni despedirme de mi padre que andaba por el monte con el ganado. Me mandaron a Cerro Muriano —interviene Dionisio con cierta melancolía en sus ojos—. Me dieron un fusil, y a pasar hambre. Era lo que había. Ya iba “enseñao”, pero te lo ordenaba un tío con unos galones en el hombro y obedecías como un borrego sin dejar de dar barrigazos por el monte. Eso era autoridad.

—Me gustaría ver a alguno de estos jóvenes de hoy madrugando porque sí, obedeciendo porque sí y pasando hambre porque sí —dice Basilio golpeando el suelo con su bastón a cada afirmación—. Poco agradecen lo que tienen y lo que hemos hecho nosotros para que lleven la vida regalada que llevan ahora. No les faltan perras en el bolsillo ni comida en el plato. Eso lo dan por hecho y por derecho y protestan porque aquí no funcionan bien los teléfonos esos que tienen.

Poco a poco se van congregando en la plaza casi todos los viejos de Planascaldas. La conversación se enciende y gira en torno a la estima perdida a los mayores, al tema de la pérdida de respeto y autoridad, a los misteriosos avances informáticos y las dudosas ventajas de los actuales cambios sociales, la desmembración de las familias, la aversión de los jóvenes al esfuerzo y la frustración y de las diferencias con la trabajosa vida rural que ellos vivieron.

El cantar de los pájaros es eclipsado de repente por el sonido estridente de un artefacto verde que simula ser un John Deere eléctrico en miniatura, pilotado por un niño de unos cuatro años que se escucha al final de la calle, acercándose al parque. Los viejos miran con extrañeza. La que parece ser su madre camina a su lado distraída manejando su teléfono móvil, sin levantar la vista y moviendo los dedos sobre él a una velocidad endiablada. Todos guardan silencio y nueve pares de ojos no pierden detalle al verlos acercarse a la plaza.

—Buenas tardes —saludan los viejos casi al unísono.

—Hola… buenas tardes. No les había visto —responde sorprendida la madre del joven tractorista levantando apenas la vista de su dispositivo.

Sin cruzar más palabras la joven mamá toma asiento, sin dejar de manejar el teléfono en uno de los bancos del otro lado de la plaza, mientras que el niño no para de dar vueltas con su pequeño tractor. Al poco tiempo, el muchacho se cansa de circular con su vehículo y se apea de él. Se dirige a los columpios de colores.

—Mira —dice Andrés señalando con el dedo—. Ni ir en bicicleta deben de saber estos pequeños, pero bien que conduce el jodido de él. A ver si sabe montarse en los columpios esos.

Lejos de estar vigilado por los ojos de su madre que no levanta la vista de la pantalla del móvil, el niño trata de encaramarse a una especie de escalera de colores en cuya parte más alta hay una cabeza de animal con una campanita. Sin duda su intención es llegar hasta arriba y tocarla.

            —¿A que se cae? Ya verás.

El pronóstico del viejo no es desacertado. Pierde la mano y se precipita desde lo alto, apenas un metro de altura. Afortunadamente, el suelo es de material elástico y ha amortiguado en gran medida el impacto, lo que no ha evitado que se ponga a llorar de inmediato llamando a su madre, sentado en el suelo e incapaz de levantarse por sí mismo. Ésta, asustada por el llanto repentino y desconsolado, levanta la vista de su Smartphone y, como impulsada por un resorte invisible, corre hacia él para socorrerlo. El niño llora con fuerza. La joven madre, aterrada y compungida en el gesto, lo coge en brazos mientras incrementa visiblemente su disgusto reclamando más atenciones y más arrumacos.

—Lo que os decía —comenta el viejo de antes—. Ahora no saben ni sacársela para mear. A la edad de ese crío ya andaba yo en la era cuando trillaba mi padre llenando los sacos de grano con mi hermano. Era lo que había.

—Y bien contentos que estábamos. No había ni columpios ni tractores de juguete, ni juguetes siquiera. Nos los hacíamos nosotros con palos o trapos viejos.

—Es cierto. Unos flojos es lo que son ahora —responde otro—. El hambre es el mejor maestro. No tendría yo más de nueve años cuando me mandó mi padre con media docena de cabras de los Aranda a apacentarlas y se me escapó una. Tres días pasé por los Cabezos del Palomo, muerto de miedo, buscándola para que no me renegasen cuando volviese. No te digo nada la que me cayó encima cuando volví sin ella.

—Hambre, eso es lo que a algunos les hace falta pasar —dice la Isabel—. Yo, con doce años, por ser la mayor, ya servía en casa de los Aranda. Con nueve hermanos que éramos, no había ni tiempo ni dinero para tontadas. Mi madre siempre andaba con alguno de mis hermanos colgados de la teta sin dejar de atender la casa y mi padre de sol a sol por las fincas para poder dar de comer a todos.

—Calla, calla, que ya sabíamos lo que era eso. Antes todos a la siega, o la trilla, o al monte con las ovejas de los Aranda, y por cuatro perras, pero todos aquí. Nadie se iba. El pueblo era todo lo que teníamos.

—Ya puedes ver. Ahora, con una cosechadora y un tractor un par de veces al año para labrar, sembrar y cosechar, y faena hecha. Dicen desde la diputación cuánto y cómo hay que sembrar, se cobra la subvención esa y ya está. ¿Qué falta hacen segadores ni braceros? El puñetero progreso acabará, no ya con nosotros, sino con todo.

Los viejos rememoran uno a uno aquellos tiempos perdidos, en donde su pueblo, su familia y hacienda lo eran todo. Cuentan anécdotas propias del pasado, trabajos y alegrías, con pena y añoranza de los años consumidos en aquellas tierras.

Pero la tarde les reserva una nueva sorpresa. Por la bacheada carretera que une el pueblo con la general, un vistoso vehículo se acerca. No se trata del colmado ambulante de Paquito que les visita un par de veces por semana y les trae suministros y los mandados desde Ejea, no. Se trata de otro muy distinto cuya visita no esperan. Poco a poco llega hasta ellos un coche rotulado de colores con palabras escritas con muchas “g” y muchas “o” en un idioma extranjero que ellos desconocen. Carga en su parte más alta un extraño artefacto de color negro que, sostenido firmemente sobre la baca portaequipajes, se asemeja a un gran balón de fútbol sujeto a un soporte metálico con múltiples ojos que miran en todas direcciones y parece girar sobre su eje con gran rapidez. Despacio, da un par de vueltas a la plaza y finalmente se detiene ante los asombrados ancianos que miran sorprendidos.

—Buenas tardes —saluda el sonriente conductor a través de la ventanilla al contemplar la cara de asombro de los viejos que, como una manada de zombis, se acercaban curiosos al extraño vehículo mostrando extrañeza y sorpresa— Vamos a ponerles en el mapa. Tienen un pueblo precioso. Cuánto daría yo por vivir aquí tan feliz como ustedes. No se preocupen, pixelaremos sus rostros para preservar su identidad.

—¿Qué… carajo es eso?

—El progreso, Mariano. Eso es el progreso —responde Juan.


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