En el vasto teatro de la política contemporánea, la máxima "Divide y vencerás" –atribuida a Julio César en sus campañas galas y adoptada por Napoleón en sus conquistas europeas– resuena con inquietante vigencia. Esta estrategia, que consistía en fragmentar alianzas enemigas para someterlas con facilidad, no se limita al ámbito militar; se ha infiltrado en el tejido social de hoy, orquestada por ideólogos que, con un sesgo predominantemente progresista, imponen divisiones artificiales para perpetuar su influencia. En España, en este 2025 que conmemora el medio siglo desde la muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975, tales tácticas evocan ecos de un pasado turbulento, recordándonos cómo la polarización puede derivar en catástrofes.
La política contemporánea vive atrapada en esta economía de la indignación. El matiz se devalúa, la conversación se torna ruido y la ciudadanía es empujada a escoger bando ideológico antes que argumentos. Desde una mirada liberal-conservadora preocupa no solo la existencia de desigualdades reales, sino su tratamiento como arma. El beneficio táctico y político de dividir es inmediato pero el coste social, duradero y destructor.
Consideremos las fracturas que se nos presentan como inevitables: la discusión hombre-mujer (amplificada por narrativas feministas radicales que ignoran la complementariedad natural), la dicotomía ricos-pobres,(donde políticas redistributivas artificiales fomentan resentimientos clasistas), la polarización ultraizquierda-ultraderecha (que reduce el debate público a caricaturas extremas, marginando voces moderadas de centro que abogan por el sentido común y la estabilidad económica) u otras fracturas contemporáneas, como homo-hetero (donde la diversidad sexual se instrumentaliza para localizar y censurar disidencias) o inmigrantes-nativos (que transforma la integración en un campo de batalla cultural). Estas grietas, promovidas bajo el manto de la "justicia social" no nos unen, sino que nos dividen, debilitando el consenso necesario para una sociedad funcional.
Esta analogía culmina en la gran fractura ideológica desatada por el reciente fallo del Tribunal Supremo en el caso del Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz. Condenado a dos años de inhabilitación y otras multas pecuniarias por revelación de secretos –datos confidenciales sobre la pareja de la presidenta madrileña–, el veredicto ha polarizado totalmente el espectro político. Desde la izquierda se clama “lawfare” (un término específico que sugiere persecución judicial y partidista contra el Gobierno de Pedro Sánchez), mientras que desde la derecha se aprecia como “independencia judicial”. Esta controversia refleja cómo instituciones clave de nuestra democracia se convierten en espacios de combate ideológico, exacerbando desconfianzas que erosionan el sistema.
Sin embargo, en un país que superó la dictadura franquista hace cincuenta años, ¿no es paradójico que revivamos divisiones reminiscentes de aquellos hechos que precipitaron la Guerra Civil en 1936, con sus odios irreconciliables entre republicanos y nacionales? O el fallido golpe del 23F en 1981, donde tensiones ideológicas casi desmantelan la joven Transición. Tales fracturas, si no se atajan con moderación y diálogo, no solo generan conflictos sociales e ideológicos, sino que podrían escalar a escenarios más graves, incluso armados. La historia advierte: la unidad no es un lujo conservador, sino una necesidad vital. Por eso conviene desconfiar del entusiasmo de la ruptura con el de enfrente. La política que de verdad transforma —la que reforma, arbitra y preserva la convivencia— se construye con paciencia y con una mínima voluntad de entendimiento entre todos.
Y es que el "Divide y vencerás" de Julio César es una estrategia útil para conquistar territorios, pero un veneno lento para sostener una democracia.

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